Despacito y con buena letra, dice un refrán que va perdiendo vigencia a medida que abandonamos la escritura manual. Es una pena porque, entre otras cosas, una buena letra también llega a enamorar (del calígrafo) a la gente; o ayuda por lo menos.
Luego tenemos la letra pequeña. Hay una anécdota de mi infancia en la que salgo favorecido, con humildad lo digo. Es algo que me contó una vez mi madre. Tenía yo siete años y hablando con el maestro, este le dijo que en el examen otros dos alumnos (mi primo y mi mejor amigo) habían respondido todo bien, igual que yo, pero que me había tenido que poner mejor nota porque yo había puesto además lo que venía en la letra pequeña (el libro de texto era la Enciclopedia Álvarez).
Hace unos días alguien cercano mencionó también, y me ha gustado, la letra pequeña a cuenta de los diarios rifirrafes de la política. Dijo que es una imprudencia opinar de cualquier asunto sin haberse leído primero la letra pequeña. Así es, por supuesto; el problema es que la letra pequeña ya no me la leo ni yo.
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