martes, 30 de septiembre de 2025

Nueva visita al viejo cementerio

    Si coincide así, me gusta pasear por un cementerio. No es porque crea que uno de ellos vaya a ser mi futura morada. Una vez muerto ya no moraré en ninguna parte. Pero los cementerios tienen un valor simbólico y sirven para recordar a los seres queridos. Cada vez me encuentro más cómodo en ellos, ya me he convencido de que las posibilidades de que me salga al paso un muerto son inexistentes.
    Tienen su aquel las inscripciones que figuran a la entrada. Esas del estilo de donde hoy estoy yo, mañana estarás tú. He hecho un par de intentos de memorizar alguna y más o menos lo he conseguido con esta en particular: Templo de la verdad es el que miras, oye la voz de quien te advierte, que todo es ilusión menos la muerte.
    Es la inscripción sobre la puerta del cementerio del pueblo de mi abuela paterna. Ella no está enterrada ahí, pero sí su madre, mi bisabuela. “La abuelita Victoria” le llamábamos, porque llegué a conocerla. Tengo el recuerdo de visitar su tumba cuando tenía cuatro o cinco años. Igual fue el día del entierro. Un montículo alargado de tierra, eso es todo lo que recuerdo. Todo esto, me doy cuenta ahora, ya lo conté hace años.
    Anteayer, me metí de nuevo en ese cementerio. Apenas habré estado otro par de veces en toda mi vida, no soy un asiduo. Entré más bien por casualidad, pasaba por allí, y, ya que estaba, busqué la tumba de mi bisabuela, aquel montículo de tierra, vaga pista insuficiente. No la encontré. La parte más antigua, con las tumbas en tierra, es la más descuidada. Muchas de las cruces, oxidadas, no tienen nombre alguno o la placa ovalada ha quedado ilegible con el tiempo. La fecha más remota que encontré fue 1923. Es lo que tiene la muerte, es la primera parada en el viaje hacia el olvido.

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