Me dice el móvil que hay una aplicación que me permitirá recuperar todas las fotos que he perdido en los últimos años. Me explica que está al tanto de que he cambiado varias veces de celular (sinónimo) y que en el camino se han quedado unas, bastantes, muchas fotos de seres y momentos queridos. Y claro, tiene razón; aunque sospecho que lo asegura a bulto, que en realidad es un farol basado en los muchos datos que maneja. La máquina siempre juega con ventaja contra ti, hay que reconocerlo, sabe mucho más de todo.
Me acuerdo, vagamente, de esas posibles fotos y un pellizco de nostalgia me dice al oído: venga, no pierdes nada, la aplicación es gratis y hasta puede que sea verdad que vayan a aparecer esas fotos misteriosas que dabas por perdidas y que están, supongo, en algún sitio del ciberespacio o de la nube o en un centro de datos del desierto de Mojave.
Así que descargo la aplicación; abrir al terminar, publicidad, saltar anuncio, recuperar imágenes; sí, adelante, que sea lo que dios quiera. Y son exactamente 2543 imágenes. Un tesoro, mi vida, su madre; quiero decir la madre que lo parió. No son las que había perdido sino las que había borrado y todas han vuelto, como zombis, de las entrañas de este mismo móvil; y de ningún otro sitio.
Me paso una buena media hora revisándolas y no encuentro nada que echara de menos. Borro y borro (de nuevo) hasta que me canso. Teníamos ya los residuos radiactivos y los plásticos en el mar, ahora hay que añadir las fotos de móvil que contaminarán la Tierra durante cientos, miles de años.
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