miércoles, 7 de noviembre de 2007

Tiempos resabiados

En el camino de la inocencia a la depravación (es un decir) en el cine van ochenta años. Contradicciones, todas. En tiempos de la depresión americana o en los cuarenta en España tras una guerra inmisericorde si algo no debería haber habido eran sonrisas beatíficas, muchachas inocentes y jovenes galanes ilusionados. O quizás debía haberlos y los había. En el cine en blanco y negro para expresar sorpresa se veía un rostro en primer plano, con la boca abierta, las cejas levantadas, la expresión de absoluto asombro durante interminables segundos. Hoy todo queda resuelto con un breve gesto de los ojos. Ha sido necesaria una larga educación en el lenguaje visual, un engordar paulatino de las elipsis cinematográficas, largas horas en la oscuridad de la sala aprendiendo a comportarnos como perfectos occidentales, captando las emociones como perros de Paulov, estímulo, reacción, para llegar al actual "estado del arte". Lo mismo ha pasado con la ironía, no ya en el cine sino en la vida (cotidiana). Hubo un tiempo en que una ironía no era entendida, o peor, era entendida literalmente. Poco a poco se hizo un prestigio, era una característica apreciada, un salpimentar el discurso. Pero a fuerza de ser irónicos hemos llegado al actual desbordamiento de la ironía. El discurso (el monólogo) es muchas veces exclusivamente irónico. Estamos ahogados en ironía. Que alguien diga algo inocente, puro, auténtico, por favor.

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