“Observador
atónito de la realidad”. Esta es la
frase destacada en el
periódico que resume, en sus propias palabras, la actitud ante la
vida de Caballero Bonald (no he leído nada suyo). Es
la línea a seguir, desde luego. A mí la palabra que me ronda hace
un tiempo es “asombro”; y de “asombro”, “asombrado”.
“Asombrado” tiene el inconveniente de recordar a “sombra” y a
“sombrero”; aún así me gusta más que “atónito”, que me
parece un término
algo
estirado.
Me
gusta la frase, observador atónito de la realidad, pero no acabo de
poder asumirla,
no me quedo tranquilo (y en esencia son solo tres palabras, es
complicado). Ya me he decantado por “asombrado” en
lugar de
“atónito”, pero tampoco me caso ni con “observador”, ni con
“realidad”.
No
me veo en “observador” porque me temo que no lo soy lo
suficiente. Tengo varias
experiencias en las que se me iluminaba a
posteriori
sobre hechos y circunstancias que había pasado por alto y que habían
sucedido delante de mis narices, como quien dice. Como atenuante
puedo decir que siempre he necesitado gafas, aunque admito que no es
excusa, la carencia va
más allá de lo
físico. Así que cambio “observador” por “testigo”. Testigo
soy, bueno o malo; testigo que abarca poco, que presencia una parte
mínima, insignificante, del acontecer del mundo.
Del
mundo digo, no de la realidad; porque tampoco estoy a gusto con
“realidad”, ¿hay algo más huidizo que esa presunta realidad?.
La realidad es más escurridiza que el lechón ensebado de las
fiestas del pueblo (de un estereotipo
de pueblo).
La realidad solo existe como ideal filosófico.
Mi
postura en
la vida, adaptación de la que le atribuye el periódico a Caballero
Bonald, sería esta: Testigo asombrado en el mundo. Con
ese matiz, no “del mundo”, sino “en el mundo”.
Si ampliamos, si detallamos la frase, el efecto se diluye: Soy un
testigo no muy fiable, con voluntad de asombrarse, eso sí, en un
rincón del mundo donde nunca pasa nada. Podría ser.
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