viernes, 25 de marzo de 2022

De los nombres propios

    Algo que nos diferencia del resto de animales son los nombres que utilizamos para distinguirnos. Habrá más cosas pero esa es una de ellas. Más allá de la función identitaria que se supone veo eso de los nombres como algo extraño, te ponen uno al nacer le añaden un par de apellidos heredados y ese eres tú. Pues vale. Seguramente de la insatisfacción que genera ese hecho, esa adjudicación de nombres un poco a voleo como si fueran etiquetas, nace la idea de que todos tenemos otro nombre, un nombre a descubrir, el que sería nuestro verdadero nombre. Tampoco lo veo, demasiado misterio.
    Los nombres son útiles, necesarios incluso, pero también reduccionistas porque un nombre no puede contener a un ser. Nada digamos cuando ese ser es Dios. Los judíos opinaban, y seguirán opinando supongo, que el nombre de su dios no se debe pronunciar, lo que encaja con la idea de un dios terrible y temible. Con todo, ese supuesto nombre secreto se sabe que es Yahvé, más o menos (que puede significar “el que es”). Así mismo es bien sabido que el dios de los musulmanes es Alá y el de los cristianos Dios. Las tres religiones coinciden en que Dios no hay más que uno por lo que los tres nombres deben referirse al mismo Ser Supremo. Un detalle al respecto que me llama la atención es cuando en películas árabes dobladas los musulmanes dicen Dios en vez de decir Alá. Eso de que un dios único tenga tres nombres ya debe querer decir algo, pero hay más: La palabra “dios” pertenece a una lengua concreta, la española, en el mundo se llama a Dios de muchas formas distintas, tantas como idiomas hay. Demasiados nombres me parecen.

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