miércoles, 1 de junio de 2022

En la colegiata

    La colegiata está a 22 kilómetros de casa. Los tengo bien medidos por las veces que he ido hasta allí en bici. Desde el pueblo hay una estrada o calzada que va más o menos en línea recta pero en bici hay que ir por la carretera en cuesta que traza una gran ese de unos dos kilómetros.
    Se le suele llamar colegiata pero colegiata era antes, hasta finales del siglo XIX. Luego durante décadas estuvo abandonada y en estado ruinoso hasta que hace unos cuarenta años se reconstruyó y ahora es un convento cisterciense, debe de haber tres o cuatro monjes. También hay una hospedería porque por allí pasa una variante del camino de Santiago. En la entrada que da al oeste hay una pequeña tienda donde, además de estampas y rosarios, ofrecen productos de otros monasterios de la orden como quesos o vino.
    Las veces que he ido a lo largo de los años apenas he visto a nadie, para la tienda hay un timbre. Como solo voy con buen tiempo cuando entro al patio interior me envuelve la luz del sol y la calma. Hay un pequeño claustro y al lado la iglesia que está siempre abierta, para entrar no hay más que empujar la rotunda puerta de madera. Dentro se nota el frescor y el silencio, que es el mismo de fuera pero sin el susurro del viento ni el canto ocasional de algún pájaro. Me gusta acariciar la madera pulida y mil veces encerada de los bancos. Tampoco he visto nunca a nadie en esa iglesia.
    Cuando llego a la altura del retablo no sé qué hacer, si santiguarme o no. El sitio sobrecoge un tanto. Mi postura religiosa es que no tengo postura, no sé y además me temo que lo que opine es completamente irrelevante. Pero algo hace que me santigüe. Por si acaso, se podría decir; además no hago daño a nadie y a mi madre le hubiera gustado.

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