lunes, 6 de marzo de 2023

Lucio

    Escribió Milan Kundera que hay dos fuerzas que trabajan al unísono para separarnos del pasado, la del olvido que lo borra y la de la memoria que lo cambia. Lo tengo en cuenta al evocar algunos recuerdos de cuando tenía siete u ocho años y estaba en tercer grado en la escuela. Son retazos de un mundo distinto, irreconciliable con el de ahora. El maestro era don Ciriaco. A veces nos contaba historias, como la del libro que le salvó la vida. No sé qué libro sería pero quedaría bien que hubiera sido El Quijote. Sucedió en la guerra, cuando era un soldado de veinte años y una bala atravesó el plato para el rancho que llevaba en bandolera y quedó incrustada en el libro que estaba debajo.
    Pero lo que quiero contar se refiere a un chaval llamado Lucio, uno más en la escuela, algo más alto que la media, de piel muy blanca y desgarbado. Poco más puedo decir de él, que era de una familia humilde y que su casa estaba por el camino que remontaba el arroyo más allá del matadero. Un día, después de comer en casa como hacíamos todos, Lucio llegó por la tarde tambaleante y parlanchín. En seguida nos dimos cuenta de que estaba achispado, de que había bebido de más. En aquella época no se le daba ninguna importancia a que los niños bebiéramos un poco de vino con la gaseosa en las comidas. Don Ciriaco se mostró comprensivo, incluso algo divertido, y casi con cariño le dijo a Lucio que lo mejor sería que durmiera la siesta, por no decir la mona, al fondo de la clase. Lucio se dejó llevar y apoyando la cabeza en el pupitre no tardó en quedarse roque mientras la clase seguía como si nada.
    Poco tiempo después, y como era costumbre en torno al día del Seminario, vinieron a la escuela dos o tres seminaristas con sotanas negras y estolas rojas; en busca de vocaciones, se supone. A la semana siguiente Lucio no acudió a clase y alguien nos dijo que no vendría más a la escuela porque había ingresado en el Seminario.

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