sábado, 22 de junio de 2024

Me escogió a mí

    He leído en una novela autobiográfica el comentario del protagonista, enamorado, que afirma que ella le escogió. O se pregunta el por qué, una de las dos cosas. En todo caso se siente afortunado, ella me escogió.
    Una vez fui testigo y parte en una declaración similar. Me ha venido a la memoria la película “de amor” francesa de 1966 Un hombre y una mujer. Fue un gran éxito; también la música de Francis Lai, si lo viviste te acordarás del tema principal con su machacante daba daba da, daba daba da. El mismo Lai compuso cuatro años más tarde la canción de Love Story, otra película de éxito del género romántico. Algo tendrían para que les gustaran a la gente (porque todo lo que es un gran éxito tiene algo, sea el Yellow Submarine de los Beatles o el Porompompero de Manolo Escobar).
    Hace cuatro años menos cuatro meses —hay fechas que se te quedan— escuché la misma frase. En aquella ocasión se intercambiaban los papeles, era ella la que decía él me escogió. Me impresionó oírlo, la mezcla de asombro y alegría que manifestaba por la suerte de que la escogiera. Ella tenía su propio mérito, claro.
    Y luego el rebote, el hecho de que ella me escogiese a mí para confesarlo. Me sentí honrado por la confidencia, afortunado a mi vez, me sentí partícipe de la magia de dos seres que se querían. Sí, en estos tiempos; como en una película romántica pero sin la tontería; amor de fondo, persistente, que aguanta a lo largo de una vida contra viento y marea.

miércoles, 19 de junio de 2024

Brevedad

    Es muy posible que el presidente pase a la historia como el mandatario que se retiró unos días a meditar. El motivo quedará olvidado. Se le relacionará con Carlos I de España y V de Alemania que hizo lo mismo, o parecido, en su día. La diferencia es que aquel ya no volvió a la vida pública y este sí. Lo hizo con una carta-declaración de cuatro folios… A dónde vas, por dios —pensé— quién en sus cabales se va a leer esos cuatro folios. Algún periodista concienzudo, como mucho, o algún rival político para ver por donde agarrarlo.
    Una cosa tengo que reconocerle al presidente: aprende con la experiencia. Su siguiente carta ha sido de solo dos folios. “Solo”, digo, pero me siguen pareciendo muchos, sospecho que se podía haber explicado en menos, en uno concretamente (o no haber escrito la carta y punto).
    En esa línea de alentar la brevedad ha dicho el Papa Francisco —off the record— que los curas se alargan demasiado en sus sermones, les gusta oírse, y en su opinión —infalible, se supone— no deberían sobrepasar los ocho minutos de perorata.
    Había un presidente americano —o más de uno— que tenía dicho a sus asesores que sus informes no pasaran nunca de una página. La brevedad es una virtud, eso seguro. Claro que todo tiene su reverso y tampoco hay que exagerar. Lo digo por los mensajes de 140 caracteres, aunque pronto los subieron al doble porque no les cabían las sinsorgadas.

domingo, 16 de junio de 2024

Krishnamurti contra la Universidad (y 2)

    Casi había olvidado todo el asunto cuando este años he vuelto a toparme en el mismo sitio con una nueva cita de Krishnamurti. Pero digo mal porque esta vez en el cubículo adyacente había otra, dos citas de Krishnamurti por el precio de una. De nuevo la letra ordenada y la búsqueda de simetría en los renglones. He retenido lo suficiente de una de ellas para buscarla y copiarla aquí, dice así:

    El líder es un elemento destructivo en la sociedad más grande, un Dios diferente, es absolutamente inútil, porque el hombre que está confuso no puede escoger sino de acuerdo con los dictados de su propia mente, o sea, de la confusión. Por lo tanto, de nada sirve buscar un líder, bueno o malo.

    Sin entrar en lo acertado o no del mensaje, que de todas formas solo entiendo a medias, simpatizo con ese espíritu disolvente que quiere abrir una pequeña brecha en la respetable institución que es cualquier universidad. Ahora, cuando recorro los pasillos espío rostros y gestos y me pregunto quién podrá ser el transgresor.
    En esta ocasión, como en las anteriores, la respuesta, represiva o simplemente higiénica, no se ha hecho esperar, las dos citas ya han sido eliminadas. No creo que este sea el final, a buen seguro el aprendiz de saboteador ya estará rumiando qué cita de Krishnamurti va a utilizar en su próximo golpe de mano.

jueves, 13 de junio de 2024

Krishnamurti contra la Universidad (1)

    Como visitante ocasional de la universidad he sido testigo mudo e involuntario de un curioso duelo (sordo) que ha venido o viene sucediendo entre un anónimo miembro de la resistencia, por un lado, y todo el estamento rectoral, por el otro; o tal vez en este segundo bando solo está un abnegado trabajador de la limpieza que pone coto a las expansiones filosóficas del primero.
    La universidad es un conjunto de edificios interconectados, construidos a lo largo de décadas, que ha dado como resultado una red laberíntica de pasillos y escaleras con profusión de recodos y rellanos dignos de un cuadro de Escher. Con un gran sentido práctico, repartidos en ese caos arquitectónico hay un buen número de aseos, para alivio de los usuarios; en especial de los que vagan perdidos, que no son pocos.
    Hace tres o cuatro años encontré en uno de esos servicios (o aseos o baños o como haya que llamarlos), escrita con letra pulcra en la puerta de un cubículo, una cita de Krishnamurti. Había oído hablar de él; me sonaba a santón hindú, y eso es lo que fue, más o menos, un maestro espiritual, orador y escritor pero en moderno, con traje y corbata; el nombre, desde luego, es formidable.
    De un curso para otro la pintada desapareció. El episodio podría haber quedado ahí, como un escrito más en los servicios de una entidad más o menos oficial, pero al cabo de un tiempo, y creo que en la misma cabina, apareció otra cita de Krishnamurti. La estética se repetía, caligrafía cuidadosa y cierta simetría en las líneas. El mismo alumno, o profesor, insistía en su pequeño acto de rebeldía; la verdad es que me alegré. Como la vez anterior llegó también el día en que alguien la borró. Empate a dos, pensé; aunque pudiera ser que el pulso viniese de antes, quien sabe.

lunes, 10 de junio de 2024

Viejo

    Nunca he sido tan viejo como ahora mismo y creo que ya es hora de afrontarlo. Estoy sobreactuando un poco, pero es lo que me sugiere lo que veo en el espejo. 68 años y mayor, aunque los sesenta sean los nuevos cincuenta, ja.
    Mi padre solía decir que en la vida hay que llegar, pero hay que llegar a tiempo. Algo enigmática la frase y mejor así, si especificas demasiado, una frase pierde parte o todo su encanto, pierde posibilidades. Mi padre llegó a tiempo, creo que sí; en lo que a mí respecta no sé si he llegado o es que me han traído. Propongo esta variante de la frase: lo importante no es llegar sino llegar bien. En eso creo que he cumplido; estoy bien, toco madera.
    Mi abuelo llegó a los 72 y decía que estaba en la prórroga. En su cuenta particular precisaba que los 72 ya los había cumplido y que estaba viviendo su año 73. Murió en un accidente, se cayó en el monte y se golpeó en la cabeza; se supone, nadie lo vio. Se había alejado del grupo para llegar a “aquel pico de allí”. No regresó y lo encontraron al día siguiente. Así llega la muerte, a veces.
    Cuando me enteré estaba en el colegio mayor, en Madrid. Avisaron por megafonía que tenía una llamada. Era la hora de la cena. Salí rápido hacia las cabinas y en el camino me di un cabezazo contra una puerta de cristal. La que llamaba para darme la noticia, ha muerto aitite, era mi hermana. Cincuenta años más tarde yo también me siento en la prórroga, por circunstancias. 68 años; los últimos cinco jubilado, con este añadido parece que me ha caído otra losa encima.
    En todos estos años he tenido un sueño recurrente. Soñaba que me quedaba pendiente alguna asignatura de la carrera. Al despertar, tras el esfuerzo por ubicarme en el espacio y en el tiempo, era un alivio descubrir que no era así. Hace bien poco, el sueño se ha repetido con la variante de darme cuenta, dentro del sueño, de que ya no importaba demasiado, al fin y al cabo ya estaba jubilado y además, aunque no tuviera lógica, cobraba una pensión.

viernes, 7 de junio de 2024

Falsa identidad

    Mi abuela, desde que se quedó viuda, pasaba temporadas con nosotros. A menudo, las visitas al saludarla añadían el comentario, la veo muy guapa. Mi abuela solía responder, ¿guapa?, nunca lo fui. Fin del preámbulo.
    Con tanta gente no hay sucesos originales para todos, lo que te pasa a ti me pasa a mí y le pasa a cualquiera. Por ejemplo, coges el móvil, activas sin querer la función de cámara y, por accidente —no es que quieras sacarte una foto, no eres narcisista—, de pronto te ves a ti mismo en la pantalla. Te ves en una toma poco afortunada, de aire tenebrista, un escorzo desde abajo, con una expresión adusta; te ves horrible. Pausa.
    Damos un giro inesperado en la narración, volveremos al tema, no nos estamos yendo. Tengo el deshonor de no saber el título de ninguna canción de Taylor Swift. Ni una. Sé de su éxito superlativo y de su atractivo físico; el otro día leí algo de un novio poco recomendable, eso la hizo más humana pero de sus canciones, ni idea. En cambio sí puedo nombrar alguna de Mari Trini.
    En su momento Mari Trini no me gustaba demasiado; muy dramática, me parecía, y con el tiempo se le quedó una especie de rictus en la boca. Ahora aprecio más sus canciones. Sin embargo la que más me gusta, “El alma no venderé”, no era suya; es de Aute. Tiene un arreglo orquestal chispeante. Hay una grabación, a sus veinte años, en la que canta esa canción con una melena exuberante, hecha un bellezón. En la letra repetía una y otra vez que jamás vendería su alma, y de pronto va y dice: “y si algún día la vendiera…” Vaya, Mari Trini, o Aute, en qué quedamos.
    Pero voy a otra canción, su mayor éxito, la que decía: yo no soy esa que tú te imaginas. La he asociado —regresamos— a la visión por sorpresa de mi cara (o careto) en el móvil y he deducido que yo no soy ese que yo me imagino. Vamos por la vida sin vernos —salvo fugaces apariciones de foto de carnet en el espejo del baño—. En nuestra cabeza somos otros, más jóvenes y agraciados, hasta fotogénicos (me refugio en el plural). Pero no somos esos. Vamos, que me doy cuenta de que no soy ese que yo me imagino.

martes, 4 de junio de 2024

Un peso de encima

    Sentimos por comparación. No sabemos lo que es bueno hasta que conocemos lo malo. Solo cuando te ha dolido una muela, o un oído, aprecias el hecho de que no te duela. Pongo estos ejemplos porque son dos que he experimentado y doy las gracias a quien corresponda por no haber sentido otros que tengo entendido son… dolorosos; como el que produce una piedra en el riñón a la hora de expulsarla, según testigos.
    He tenido que llevar un paquete a Correos esta mañana; un paquete enorme, desproporcionado; por fortuna de no mucho peso. Era una caja de cartón pensada para meter en ella unos esquís pero lo que había dentro no eran esquís. No voy a especificar el contenido por no implicar a terceras personas. Es lo de menos, no se trata de nada raro.
    Así que he ido a Correos con una caja de cartón de dos metros de largo y unos siete kilos de peso; un trayecto de unos ¿quinientos metros? con el paquete terciado, amorosamente acunado en mis brazos. Tenía miedo de que se rompiera la caja de cartón, que se desfondara por un extremo o que sufriera algún desperfecto (y no he podido evitar un par de roces, uno al salir del portal y otro con un árbol).
Iba haciéndome a mí mismo la broma de que si me veía algún municipal me pararía para decirme que hay que llevar el bulto señalizado con una banderita roja en la punta, como cuando algo sobresale en un vehículo.
    Pesaba poco, sí, pero a partir de los primeros cien metros mis brazos ya se estaban resintiendo. He seguido sin parar hasta Correos, quería reducir al mínimo las posibilidades de dañar el paquete, y he podido entregarlo sin mayores incidentes. Al salir hacía una mañana resplandeciente y me he sentido como nunca, ligero, las manos libres, animoso; literalmente como si me hubiera quitado un peso de encima.

sábado, 1 de junio de 2024

Cámaras

    Dicen que hay demasiadas cámaras de vigilancia. Habrá, no te digo que no; tampoco me he fijado mucho. Sí que me he dado cuenta de que la gente tiende a posar cuando cruza por delante de una que hay en el pasillo del fondo del super, debe de ser instintivo. Digo yo: ¿muchas?, pocas me parecen, a veces. Pero bueno, sí; las cámaras están ahí para quedarse. La del teléfono me reconoce y la de la tele nueva creo que también. El teléfono no solo me reconoce sino que además me contesta si le hablo, ¿para qué quiero perro?
    En China están bastante adelantados con el reconocimiento facial. Si alguien va a denunciar una desaparición la funcionaria teclea el nombre y en dos o tres segundos dice: está sentado en un banco del parque comiendo patatas fritas. Todo llegará. A mí no me importa demasiado lo de las cámaras pero sospecho por qué: soy un don nadie. Tampoco tengo nada que esconder, nada que no esté ya bien escondido, quiero decir; y aunque tuviera, el exceso de información es lo mismo que la falta de información, lo mismo da no saber nada que saber demasiado.
    Hay que llegar a un entendimiento con la tecnología; o, si no llegar, imaginar que se llega. En el polideportivo municipal para entrar tienes que poner un dedo en un visor que te lee la huella digital. Me he pasado dos o tres años peleándome con él hasta que me he dado cuenta, por fin, de cual era el problema: no dejaba quieto el dedo y el aparato se despistaba. Ya le he cogido el truco, hay que aguantar inmóvil hasta que la pérfida máquina consienta en dejarte pasar. ¿He dicho pérfida?, que no me oiga...