jueves, 13 de junio de 2024

Krishnamurti contra la Universidad (1)

    Como visitante ocasional de la universidad he sido testigo mudo e involuntario de un curioso duelo (sordo) que ha venido o viene sucediendo entre un anónimo miembro de la resistencia, por un lado, y todo el estamento rectoral, por el otro; o tal vez en este segundo bando solo está un abnegado trabajador de la limpieza que pone coto a las expansiones filosóficas del primero.
    La universidad es un conjunto de edificios interconectados, construidos a lo largo de décadas, que ha dado como resultado una red laberíntica de pasillos y escaleras con profusión de recodos y rellanos dignos de un cuadro de Escher. Con un gran sentido práctico, repartidos en ese caos arquitectónico hay un buen número de aseos, para alivio de los usuarios; en especial de los que vagan perdidos, que no son pocos.
    Hace tres o cuatro años encontré en uno de esos servicios (o aseos o baños o como haya que llamarlos), escrita con letra pulcra en la puerta de un cubículo, una cita de Krishnamurti. Había oído hablar de él; me sonaba a santón hindú, y eso es lo que fue, más o menos, un maestro espiritual, orador y escritor pero en moderno, con traje y corbata; el nombre, desde luego, es formidable.
    De un curso para otro la pintada desapareció. El episodio podría haber quedado ahí, como un escrito más en los servicios de una entidad más o menos oficial, pero al cabo de un tiempo, y creo que en la misma cabina, apareció otra cita de Krishnamurti. La estética se repetía, caligrafía cuidadosa y cierta simetría en las líneas. El mismo alumno, o profesor, insistía en su pequeño acto de rebeldía; la verdad es que me alegré. Como la vez anterior llegó también el día en que alguien la borró. Empate a dos, pensé; aunque pudiera ser que el pulso viniese de antes, quien sabe.

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