jueves, 15 de agosto de 2024

Posible síntoma

    Dice una actriz en el periódico: Estoy deseando casarme y tener un perro. ¿Tener un qué? Según lo lees esperas el remate clásico: casarse y tener hijos. O sin casarse, no hace falta, por supuesto, se pueden tener hijos igual. Pero cada vez se tienen menos y para compensar hay más perros.
    Acompañan mucho los perros, sin duda, y son leales y cariñosos. Yo no tengo, nunca ha habido perros en mi familia. Eramos cinco hijos, ningún perro y un jilguero que le trajo a mi hermana pequeña Rosario, la mujer que venía por las mañanas a ayudar. No tengo perro porque soy un egoísta, no me quiero hacer cargo. Es que cada vez valoro más mi tiempo y atender a un perro, comprarle la comida, llevarlo al veterinario, sacarlo de paseo, bañarlo, me parece una merma intolerable de ese tiempo ya de por sí menguante.
    Más de una vez me ha pasado que salgo de casa a las siete de la mañana, a medio amanecer, y me llevo un susto al aparecer entre los soportales una sombra que resulta ser el vecino del segundo que ha sacado a su perro. Otra vez era la vecina de abajo con dos perros, a falta de uno. En estos casos el atenuante es que los hijos se les han hecho mayores y les queda el perro, o los perros. Hay casos en los que el perro resulta que es de la hija y los padres lo tienen que cuidar como si fuera un nieto. Me niego, digo. Y me niego en especial a recoger sus deposiciones (qué finamente lo he dicho).
    Casarse y tener un perro, puede que sea un síntoma de algo. Habrá que esperar a que un nuevo Edward Gibbon publique el equivalente moderno a la “Historia de la decadencia y caída del Imperio romano”. En ese futuro ensayo se mencionará que llegó un momento en el siglo XXI, en sociedades que se tenían por avanzadas, en el que la población de perros superó en número a la de niños; lo que resultó ser un síntoma inequívoco de la debacle que vino a continuación.

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