Entre J. y yo ha habido siempre una simpatía y admiración mutua. O eso creo, y agradecido estoy por la parte que me toca. En nuestra última conversación me ha contado que vive hace una buena temporada en un caserío; a su aire, lejos de la normalidad estupefaciente de la vida moderna. Allí tiene un pequeño huerto y algunos animales, entre ellos unas gallinas.
J. es un tipo sensible, desde luego, pero esto no me lo esperaba: se le murió una gallina y se quedó tocado. Había un vínculo entre él y la gallina, no es fácil explicarlo, o igual no se puede explicar; son los sentimientos.
Se le murió la gallina y se sintió en la obligación de enterrarla. No sé qué se hace con las gallinas muertas; tirarlas a un contenedor, quemarlas con los rastrojos o echarlas a los cerdos para que se las coman. J. quiso honrar a la gallina y a su vida honesta de buena ponedora y la enterró en el prado, detrás de la casa.
No me contó más, pero puedo imaginármelo echando la última paletada de tierra, apisonando bien el terreno y dirigiendo al mismo tiempo una plegaria muda a la naturaleza, a la vida, al recuerdo de la gallina. Sí, por qué no; la gallina es un ser tan vivo como cualquiera de nosotros, e igual de muerto cuando le toca. Me acuerdo ahora de una vez que una gallina le dio un picotazo en el pómulo a un chaval. Seguramente se lo merecía.
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