JRJ, el que escribió sobre el burrito tan blando por fuera que se diría todo de algodón, aspiraba a redondear su mejor poema el último día de su vida; el poema que lo dijera todo de él, el producto sucesivo de escribir y reescribir a lo largo de sesenta años.
Hace casi sesenta años, cuando JRJ ya había muerto, vosotros no habíais nacido y vuestros padres tampoco, yo era un niño que cursaba Ingreso de Bachiller en el colegio en calidad de mediopensionista, es decir que me quedaba a comer. Un día estábamos cuatro en una mesa comiendo y jugando a hacer preguntas cuando mi primo F, dos años mayor, le preguntó a otro, de apellido Orrantia, por el nombre del estrecho que separa Asia y América.
—Bering —dije yo.
—Y tú por qué dices nada si la pregunta no era para ti —me recriminó mi primo. El estrecho de Bering, no sé de donde lo saqué. Crecí dos centímetros de golpe, yo sabía cosas.
Ahora, casi sesenta años después, sé más, también sé que no sé y sigo siendo al mismo tiempo testigo y actor de mi vida. Ese testigo ha estado ahí casi desde el principio y a él recurro a la hora de escribir. Aporta la versión objetiva de los hechos y luego mi yo actor añade la emoción y acomoda la historia un poco a su favor. No puedo ser mi yo de veinte años, ni el de cuarenta, ni ningún otro; pero todos ellos están ahí, en la declaración del testigo que lo vio y lo escuchó todo.
Ahora, casi sesenta años después, sé más, también sé que no sé y sigo siendo al mismo tiempo testigo y actor de mi vida. Ese testigo ha estado ahí casi desde el principio y a él recurro a la hora de escribir. Aporta la versión objetiva de los hechos y luego mi yo actor añade la emoción y acomoda la historia un poco a su favor. No puedo ser mi yo de veinte años, ni el de cuarenta, ni ningún otro; pero todos ellos están ahí, en la declaración del testigo que lo vio y lo escuchó todo.
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