Estoy leyendo un libro y me encuentro con que el autor cuenta dos veces la misma anécdota. La anécdota es bien simple, en el restaurante de un barco un chico que no sabe inglés elige a bulto un plato en el menú y resultan ser unas alubias cocidas sin ninguna gracia. El autor debió de quedar marcado por el suceso y años después lo cuenta en dos de las crónicas que escribe en la prensa y que más tarde se publican en forma de libro. He camuflado un poco la historia por respeto al escritor, o escritora (guiño).
En estos casos de repetir la misma anécdota, o la misma cita, o la misma idea, he llegado a la conclusión de que no hay que tenerlo en cuenta. Aunque lo hago; a mi pesar, se lo tengo en cuenta, se lo reprocho mentalmente. La culpa no es toda suya, sino compartida con la editorial, que no ha hecho su trabajo de pulir el libro, de avisarle de las posibles repeticiones, de poner las comas que faltan, de esas cosas.
Mirándome el ombligo, a mí no me han publicado ningún escrito de este blog y ningún editor o editora ha filtrado nada de lo que aquí aparece. Tampoco es que le importe a nadie si me repito o no, solo a mí. Pero si sucede y me percato, me lo reprocho y luego me reafirmo en mi creencia de que no debo tenerlo en cuenta.
Lo he escrito otras veces (bien por mí): estoy aquí para repetirme. A veces lo hago a sabiendas y con una pizca de remordimiento. Otras, muchas, me repito sin ser consciente. No es grave, es lo normal, es necesario. Escribir, o leer, algo una sola vez no es suficiente. Hay que repetirse. O ser un genio; una de dos.
martes, 31 de diciembre de 2024
sábado, 28 de diciembre de 2024
Me echan del bar
Me han echado del bar, no me había pasado nunca. Casi estoy orgulloso, durante un par de segundos me he sentido un rebelde sin causa. Echado..., estoy exagerando; no he hecho nada reprobable, como mucho se me podría acusar de estirar demasiado un café con leche.
Habrá un momento, en el tiempo que el cliente pasa en un bar —alguien tendrá que hacer un estudio—, en el que deje de ser rentable. Dependerá de varios factores, de la afluencia de gente sobre todo. Es algo que pienso de vez en cuando, con leve sentimiento de culpa; voy, pido un café y me apalanco hora y media leyendo el periódico. Igual el dueño se mosquea. Dato a mi favor: el periódico lo traigo yo, no acaparo el del bar.
Pues eso, que hoy me han echado. Con elegancia, eso sí, con aviso previo. El detonante ha sido el festival de música rock que había en un pabellón cercano. O igual no tenía nada que ver. Estaba a mitad de mi lectura cuando se ha acercado la camarera y ha pegado un pósit con la palabra reservado en la esquina de la mesa. Tranquilo, me ha dicho, es para las once.
Faltaba media hora, me podía amoldar; bastaría con no distraerme de la lectura, abstraerme de las voces circundantes. Luego he pensado en una alternativa: mudarme a otra mesa en cuanto hubiera una libre, pero pronto me he dado cuenta de que todas tenían puesto el papelito de reservado. Los viejos roqueros empezaban a menudear, un punki veterano con cresta pedía un pincho de tortilla y a mí me habían dicho, de muy buenas maneras, que me tenía que ir.
Y me he acabado yendo; antes de las once, todo en orden. Pero, de alguna manera, me habían echado. A esto le tenía que sacar partido, lo contaría por ahí. ¿Cómo lo diría? Algo así: ¿Sabes?, me han echado del bar, no me había pasado nunca.
Habrá un momento, en el tiempo que el cliente pasa en un bar —alguien tendrá que hacer un estudio—, en el que deje de ser rentable. Dependerá de varios factores, de la afluencia de gente sobre todo. Es algo que pienso de vez en cuando, con leve sentimiento de culpa; voy, pido un café y me apalanco hora y media leyendo el periódico. Igual el dueño se mosquea. Dato a mi favor: el periódico lo traigo yo, no acaparo el del bar.
Pues eso, que hoy me han echado. Con elegancia, eso sí, con aviso previo. El detonante ha sido el festival de música rock que había en un pabellón cercano. O igual no tenía nada que ver. Estaba a mitad de mi lectura cuando se ha acercado la camarera y ha pegado un pósit con la palabra reservado en la esquina de la mesa. Tranquilo, me ha dicho, es para las once.
Faltaba media hora, me podía amoldar; bastaría con no distraerme de la lectura, abstraerme de las voces circundantes. Luego he pensado en una alternativa: mudarme a otra mesa en cuanto hubiera una libre, pero pronto me he dado cuenta de que todas tenían puesto el papelito de reservado. Los viejos roqueros empezaban a menudear, un punki veterano con cresta pedía un pincho de tortilla y a mí me habían dicho, de muy buenas maneras, que me tenía que ir.
Y me he acabado yendo; antes de las once, todo en orden. Pero, de alguna manera, me habían echado. A esto le tenía que sacar partido, lo contaría por ahí. ¿Cómo lo diría? Algo así: ¿Sabes?, me han echado del bar, no me había pasado nunca.
miércoles, 25 de diciembre de 2024
Navidad
¿Qué tengo que decir de las Navidades? Nada —otro día digo algo sobre repetirse—. Me pasa con todo, con casi todo; no tengo nada que decir: el silencio nunca se equivoca. Esto lo he aprendido hace poco. No aprendido, ya lo sabía, pero me gusta más así, enunciado en estas cinco palabras: El silencio nunca se equivoca; como si el silencio fuera alguien, un sabio que guarda un prudente idem hasta que un día habla y rompe el hechizo: no era un sabio; era un necio, como todos. Vale, todos menos tú y yo.
No tengo nada que decir de las Navidades, excepto quizá que la mayúscula le viene un poco grande. Pero es que la minúscula, la n, le quedaría pequeña; imposible un retrato realista de la Navidad; ni con N ni con n, siempre entre dos aguas (punteo de guitarra).
Claro que se puede hablar de algo, de cualquier cosa, sin tener nada que decir; de hecho es lo habitual. Que es una contradicción, lo sé; que después de todo estoy hablando de la Navidad, también lo sé. Las contradicciones, tengo una frase sobre ellas: Contradecirse es equivocarse de maneras distintas. Enamorado estoy de este aforismo, de la ironía y sutileza que le veo (para eso es mío).
Navidad, poco o nada que decir: que es un antónimo de novedad. Sin novedad en la Navidad; navidad pagana y navidad cristiana, fechas entrañables y tristeza justificada, fuerza de la costumbre y añoranza de la rutina. Saca tú mismo la cuenta: Navidad, solsticio de invierno y te llevas un año.
No tengo nada que decir de las Navidades, excepto quizá que la mayúscula le viene un poco grande. Pero es que la minúscula, la n, le quedaría pequeña; imposible un retrato realista de la Navidad; ni con N ni con n, siempre entre dos aguas (punteo de guitarra).
Claro que se puede hablar de algo, de cualquier cosa, sin tener nada que decir; de hecho es lo habitual. Que es una contradicción, lo sé; que después de todo estoy hablando de la Navidad, también lo sé. Las contradicciones, tengo una frase sobre ellas: Contradecirse es equivocarse de maneras distintas. Enamorado estoy de este aforismo, de la ironía y sutileza que le veo (para eso es mío).
Navidad, poco o nada que decir: que es un antónimo de novedad. Sin novedad en la Navidad; navidad pagana y navidad cristiana, fechas entrañables y tristeza justificada, fuerza de la costumbre y añoranza de la rutina. Saca tú mismo la cuenta: Navidad, solsticio de invierno y te llevas un año.
domingo, 22 de diciembre de 2024
Un sindios (y 2)
Resulta que en la carta original que Flaubert escribió —y que por otra parte es un portento de altura intelectual— en torno a 1861 a su amiga la actriz Edma Roger des Genettes, el personaje histórico aludido no era Adriano, sino Lucrecio, poeta y filósofo romano que vivió en tiempos de Cicerón. Este Lucrecio escribió un largo poema titulado “De rerum natura” (de la naturaleza de las cosas) en el que se adelantó a su tiempo y que, atravesando los siglos, se ha convertido en una auténtica obra de culto. He intentado hincarle el diente un par de veces, sin ningún éxito.
Lucrecio defendía, entre otras cosas, que la vida natural discurría sin ninguna intervención divina; lo que se corresponde con lo que aseveraba Flaubert (aquel periodo sin dioses). Este lo decía en petit comité, solo para los ojos de su amiga; pero, por suerte, aquella carta, con otras muchas suyas, salió a la luz. Esto también es parte de la naturaleza de las cosas.
Pero, ¿de verdad ha habido algún periodo de la historia sin un dios que se hiciera cargo de todo? Lo dudo, no me extrañaría que lo más parecido fuese esta época nuestra, y solo en lo referente a algunos sectores sociales. Para mí que Flaubert escribió aquella frase (de que el hombre se quedó solo) porque no se pudo contener —de puro brillante— y a sabiendas de que exageraba..
Lucrecio defendía, entre otras cosas, que la vida natural discurría sin ninguna intervención divina; lo que se corresponde con lo que aseveraba Flaubert (aquel periodo sin dioses). Este lo decía en petit comité, solo para los ojos de su amiga; pero, por suerte, aquella carta, con otras muchas suyas, salió a la luz. Esto también es parte de la naturaleza de las cosas.
Pero, ¿de verdad ha habido algún periodo de la historia sin un dios que se hiciera cargo de todo? Lo dudo, no me extrañaría que lo más parecido fuese esta época nuestra, y solo en lo referente a algunos sectores sociales. Para mí que Flaubert escribió aquella frase (de que el hombre se quedó solo) porque no se pudo contener —de puro brillante— y a sabiendas de que exageraba..
jueves, 19 de diciembre de 2024
Un sindios (1)
A Marco Aurelio le debió de pasar como a esos campeones de tenis que tuvieron un padre entrenador —cambiando tenis por filosofía—. En su caso el papel de padre lo hizo Adriano, que le puso un buen preceptor. Nos fascinan los emperadores romanos, se les suponen vidas apasionantes; y entretenidas lo fueron, sin duda. Ahora bien, pasados tantos años, de muchos de ellos poco sabemos.
Para escribir su “Memorias de Adriano”, Marguerite Yourcenar se valió de la “Historia Augusta”, una colección de biografías de emperadores y adláteres escrita doscientos años después de la época de Adriano. Según los expertos no es muy de fiar; igual tampoco importa, porque, a pesar de que se publicita como tal, no era el propósito de Yourcenar escribir una novela histórica.
Lo da a entender en las notas que dejó. Cuenta que le había cautivado esta frase que encontró leyendo la correspondencia de Flaubert: Con los dioses desaparecidos y Cristo aún por venir, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que el hombre estuvo solo, y especifica, a continuación, que su interés era retratar y definir a ese hombre solo.
Para ello eligió la figura del emperador Adriano, que vivió, en efecto, al final de ese periodo de la historia, entre Cicerón, siglo I a.C., y Marco Aurelio, siglo II d.C. Pero (casi) nada es lo que parece, en cuanto empiezas a escarbar encuentras datos que lo complican todo. Haciendo estas pequeñas e inofensivas investigaciones caseras me lo paso bomba.
Para escribir su “Memorias de Adriano”, Marguerite Yourcenar se valió de la “Historia Augusta”, una colección de biografías de emperadores y adláteres escrita doscientos años después de la época de Adriano. Según los expertos no es muy de fiar; igual tampoco importa, porque, a pesar de que se publicita como tal, no era el propósito de Yourcenar escribir una novela histórica.
Lo da a entender en las notas que dejó. Cuenta que le había cautivado esta frase que encontró leyendo la correspondencia de Flaubert: Con los dioses desaparecidos y Cristo aún por venir, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que el hombre estuvo solo, y especifica, a continuación, que su interés era retratar y definir a ese hombre solo.
Para ello eligió la figura del emperador Adriano, que vivió, en efecto, al final de ese periodo de la historia, entre Cicerón, siglo I a.C., y Marco Aurelio, siglo II d.C. Pero (casi) nada es lo que parece, en cuanto empiezas a escarbar encuentras datos que lo complican todo. Haciendo estas pequeñas e inofensivas investigaciones caseras me lo paso bomba.
lunes, 16 de diciembre de 2024
Reconocimiento
Cuando nací los que habéis entrado este año en la universidad teníais menos cincuenta años. Para eso sirven las matemáticas, esta es la magia de los números negativos. Yo mismo tenía menos veintiocho cuando nació mi madre. Pero me temo que estoy faltando a uno de los mandamientos de la ciencia, al segundo, que dice: no tomarás los nombres de las ciencias en vano. En este caso las ciencias exactas, que desconozco absolutamente; me refiero al indomable Will Hunting y su pizarra atiborrada de fórmulas. Cuando se estrenó la película teníais menos nueve años, no me extrañaría que no os acordaseis.
Estaría bien ser un genio de las matemáticas. O incluso, simplemente, entender los números complejos. Asumí, estoico, su existencia cuando los estudié; y memoricé lo suficiente para aprobar. Un número complejo consta de dos partes, una real y la otra imaginaria; para que luego digan de la literatura. No entiendo lo de la parte imaginaria, lo siento; tengo fe científica, creo en los números complejos pero reconozco que lo mío no llega a espíritu matemático, habrá que llamarlo de otra forma, manía numérica, síndrome cuantitativo, no sé.
En 2004 una fundación ofreció un millón de dólares para cada persona que resolviera cualquiera de siete ya legendarios problemas matemáticos. Uno de ellos, la conjetura de Poincaré (tampoco sé francés) se resolvió en 2006. Lo hizo Gregori Perelman, ruso de familia judía, que por cierto renunció al premio. Los otros seis siguen pendientes.
Uno sueña con resolverlos o con meter un gol en la final de copa con el Athletic, ambas fantasías inofensivas que demuestran que se puede llegar a viejo igual de inocente que cuando se vino al mundo. Un consuelo sería que hubiera un Juicio Final donde un Dios Todopoderoso dijera: por aquí, al Cielo, todos los inocentes, los que han mantenido ese espíritu de la infancia, los que han soñado que metían un gol en la final o que resolvían una ecuación enrevesada. Por este otro lado, al Infierno, vosotros, los resabiados, los cínicos, los que nunca habéis soñado cosas imposibles, los que no habéis creído en los números complejos.
Estaría bien ser un genio de las matemáticas. O incluso, simplemente, entender los números complejos. Asumí, estoico, su existencia cuando los estudié; y memoricé lo suficiente para aprobar. Un número complejo consta de dos partes, una real y la otra imaginaria; para que luego digan de la literatura. No entiendo lo de la parte imaginaria, lo siento; tengo fe científica, creo en los números complejos pero reconozco que lo mío no llega a espíritu matemático, habrá que llamarlo de otra forma, manía numérica, síndrome cuantitativo, no sé.
En 2004 una fundación ofreció un millón de dólares para cada persona que resolviera cualquiera de siete ya legendarios problemas matemáticos. Uno de ellos, la conjetura de Poincaré (tampoco sé francés) se resolvió en 2006. Lo hizo Gregori Perelman, ruso de familia judía, que por cierto renunció al premio. Los otros seis siguen pendientes.
Uno sueña con resolverlos o con meter un gol en la final de copa con el Athletic, ambas fantasías inofensivas que demuestran que se puede llegar a viejo igual de inocente que cuando se vino al mundo. Un consuelo sería que hubiera un Juicio Final donde un Dios Todopoderoso dijera: por aquí, al Cielo, todos los inocentes, los que han mantenido ese espíritu de la infancia, los que han soñado que metían un gol en la final o que resolvían una ecuación enrevesada. Por este otro lado, al Infierno, vosotros, los resabiados, los cínicos, los que nunca habéis soñado cosas imposibles, los que no habéis creído en los números complejos.
viernes, 13 de diciembre de 2024
Dos perlas
En este blog estoy, entrada a entrada, pintando mi retrato al estilo impresionista. Pinto mi retrato aún sin hablar directamente de mí, todos lo hacemos por el simple hecho de comunicarnos con los demás. Ahí van las dos pinceladas de hoy.
Belmonte y Zarracina podrían ser cualquier cosa, pero son los periodistas que me han descubierto estas dos perlas.
Perla número uno. Cuenta Belmonte que Marilyn Monroe se presentó, para conocer a Luis Buñuel, en el rodaje de “El ángel exterminador” y Silvia Pinal, que acaba de morir, lo contó así: Apareció desnuda con un vestidito encima. No era para tanto, pero la frase resume muy bien el impacto que causaba Marilyn Monroe (y cuyos ecos siguen resonando).
Perla número dos. Zarracina sobre Indro Montanelli, periodista a su vez y autor, entre otras muchísimas obras, de una Historia de Roma y otra Historia de los griegos muy recomendables para los no iniciados (como yo). A cuenta de la caída del pelo en los hombre y la costumbre de intentar disimular esa pérdida peinándose de maneras más o menos “creativas”, decía Montanelli que cada mañana vivía «un momento de auténtica grandeza» cuando vencía frente al espejo la tentación de peinar sus escasos cabellos para formar un emparrado que ocultara su calvicie. Una tentación ante la que había sucumbido, decía, el mismísimo Julio César.
No puedo estar más de acuerdo con Montanelli. Y agradecido por poner esa grandeza a mi alcance. Leo sus palabras y me parece que reflejan exactamente una idea que intuía, que flotaba en mi cabeza pero no acababa de concretarse: la idea de que hay que aceptarse tal como es uno.
Belmonte y Zarracina podrían ser cualquier cosa, pero son los periodistas que me han descubierto estas dos perlas.
Perla número uno. Cuenta Belmonte que Marilyn Monroe se presentó, para conocer a Luis Buñuel, en el rodaje de “El ángel exterminador” y Silvia Pinal, que acaba de morir, lo contó así: Apareció desnuda con un vestidito encima. No era para tanto, pero la frase resume muy bien el impacto que causaba Marilyn Monroe (y cuyos ecos siguen resonando).
Perla número dos. Zarracina sobre Indro Montanelli, periodista a su vez y autor, entre otras muchísimas obras, de una Historia de Roma y otra Historia de los griegos muy recomendables para los no iniciados (como yo). A cuenta de la caída del pelo en los hombre y la costumbre de intentar disimular esa pérdida peinándose de maneras más o menos “creativas”, decía Montanelli que cada mañana vivía «un momento de auténtica grandeza» cuando vencía frente al espejo la tentación de peinar sus escasos cabellos para formar un emparrado que ocultara su calvicie. Una tentación ante la que había sucumbido, decía, el mismísimo Julio César.
No puedo estar más de acuerdo con Montanelli. Y agradecido por poner esa grandeza a mi alcance. Leo sus palabras y me parece que reflejan exactamente una idea que intuía, que flotaba en mi cabeza pero no acababa de concretarse: la idea de que hay que aceptarse tal como es uno.
martes, 10 de diciembre de 2024
Conversaciones
Ni me había dado cuenta y llevo toda la vida hablando con Dios. Como cualquiera, supongo; cualquiera que haya sido criado en el temor de Dios. Matizo: en el temor si eres malo, en el amor si eres bueno. Quiero decir, si te han educado en la creencia de que hay un Dios que nos ha dado la vida. Es largo de explicar, hay una carrera universitaria que lo intenta y no lo consigue del todo; qué voy a decir yo que fui por ciencias.
El caso es que he hablado mucho con Dios, y ni siquiera sé si existe. Ahora mismo le acabo de avisar que voy a decir su nombre en vano unas cuantas veces. Para hablar con Dios no hace falta abrir la boca, basta con pensar, es como leer en silencio pero al revés. De niños creíamos en él a pies juntillas, luego ya no sabíamos pero se nos quedó la costumbre. Así, hace ya mucho que no rezo y en vez de pedir, lo que hago es contarle mis deseos; eso me ha quedado, así nos marca la educación que recibimos; o que nos cayó encima.
He hablado tanto con Dios que podría escribir un libro. El título ya lo tengo: “Conversaciones con Dios”. Se lo cedo gustoso al Papa Francisco si escribe él el suyo primero. Con Dios tengo confianza total obligatoria, porque no le puedes ocultar nada. Dios, además de leer tus pensamientos, sabe lo que vas a pensar después y se acuerda de todo lo que has pensado antes (y que tú ya has olvidado). Puedes dudar de su existencia, o insultarle; no se ofende, Dios está por encima de todo eso; muy por encima, infinitamente por encima. Dios lo sabe todo y se debe de aburrir a su divina manera.
Este diálogo nuestro está lleno de sobrentendidos: si hago algo mal, yo sé que lo he hecho y él también lo sabe, sobran los comentarios. Tú piensas y Dios se entera de todo. Dios es mi conciencia: pensar es hablar con Dios. Se lo he comentado y no dice nada. También le he dicho que me gusta el nombre de su personificación, Jesucristo. Tiene fuerza. En una película decía un atracador: de aquí no sale ni Jesucristo. A mí me hace gracia; él, Dios, no se manifiesta; ni de viva voz, ni con señales en el cielo, ni por medio del horóscopo; y lo comprendo. Lo comprendo porque no hace falta que me conteste, tengo toda la tradición judeocristiana detrás susurrándome las respuestas.
El caso es que he hablado mucho con Dios, y ni siquiera sé si existe. Ahora mismo le acabo de avisar que voy a decir su nombre en vano unas cuantas veces. Para hablar con Dios no hace falta abrir la boca, basta con pensar, es como leer en silencio pero al revés. De niños creíamos en él a pies juntillas, luego ya no sabíamos pero se nos quedó la costumbre. Así, hace ya mucho que no rezo y en vez de pedir, lo que hago es contarle mis deseos; eso me ha quedado, así nos marca la educación que recibimos; o que nos cayó encima.
He hablado tanto con Dios que podría escribir un libro. El título ya lo tengo: “Conversaciones con Dios”. Se lo cedo gustoso al Papa Francisco si escribe él el suyo primero. Con Dios tengo confianza total obligatoria, porque no le puedes ocultar nada. Dios, además de leer tus pensamientos, sabe lo que vas a pensar después y se acuerda de todo lo que has pensado antes (y que tú ya has olvidado). Puedes dudar de su existencia, o insultarle; no se ofende, Dios está por encima de todo eso; muy por encima, infinitamente por encima. Dios lo sabe todo y se debe de aburrir a su divina manera.
Este diálogo nuestro está lleno de sobrentendidos: si hago algo mal, yo sé que lo he hecho y él también lo sabe, sobran los comentarios. Tú piensas y Dios se entera de todo. Dios es mi conciencia: pensar es hablar con Dios. Se lo he comentado y no dice nada. También le he dicho que me gusta el nombre de su personificación, Jesucristo. Tiene fuerza. En una película decía un atracador: de aquí no sale ni Jesucristo. A mí me hace gracia; él, Dios, no se manifiesta; ni de viva voz, ni con señales en el cielo, ni por medio del horóscopo; y lo comprendo. Lo comprendo porque no hace falta que me conteste, tengo toda la tradición judeocristiana detrás susurrándome las respuestas.
sábado, 7 de diciembre de 2024
Un sentido abrazo
He vuelto a soñar con ella, con mi hija que ya no está, que falta desde hace ya casi ocho años. Los que no están siguen presentes para los que les quisimos, es algo que no tiene ningún misterio. Es una manera de sentirlos cerca, también de ayudarse en el duelo. El duelo no acaba nunca, lo digo con el dramatismo justo, con toda la naturalidad de la vida y de la muerte.
En el sueño, que cuento aquí para guardarlo, tenía unos doce años, un poco niña aún, con el pelo largo recogido en una coleta; pero su mirada, su forma de hablar, eran las de la chica, la mujer joven que fue. Estábamos en una terraza de madera frente a un paisaje natural, campos, árboles. Me hablaba de alguien, decía su nombre, dos sílabas, pero no lo he acabado de entender. Añadía que estaba a gusto allí, no solo por la terraza y las vistas sino en un sentido más amplio.
Entonces nos hemos abrazado. He sentido la calidez de abrazar y ser abrazado por mi hija. He pensado, dentro del mismo sueño, que oír que se sentía bien me había llevado a abrazarla; aunque no sabía en realidad de quien había sido el primer impulso, si mío o suyo. O puede que haya sido simultáneo. Eso me gusta, que los dos hayamos sentido a la vez el deseo de darnos un abrazo.
En el sueño, que cuento aquí para guardarlo, tenía unos doce años, un poco niña aún, con el pelo largo recogido en una coleta; pero su mirada, su forma de hablar, eran las de la chica, la mujer joven que fue. Estábamos en una terraza de madera frente a un paisaje natural, campos, árboles. Me hablaba de alguien, decía su nombre, dos sílabas, pero no lo he acabado de entender. Añadía que estaba a gusto allí, no solo por la terraza y las vistas sino en un sentido más amplio.
Entonces nos hemos abrazado. He sentido la calidez de abrazar y ser abrazado por mi hija. He pensado, dentro del mismo sueño, que oír que se sentía bien me había llevado a abrazarla; aunque no sabía en realidad de quien había sido el primer impulso, si mío o suyo. O puede que haya sido simultáneo. Eso me gusta, que los dos hayamos sentido a la vez el deseo de darnos un abrazo.
miércoles, 4 de diciembre de 2024
Un tipo de persona
De vez en cuando me acuerdo de Jesús. Lo conocí en el hospital, era el compañero de cuarto de mi suegro. Rondaba los cuarenta años y, según nos contó, estaba a la espera de un donante para ser trasladado a Valdecilla y que le hicieran un trasplante de corazón. Impresiona hasta decirlo. Era algo genético, su padre había muerto joven. Una condición heredada, decía, de oírselo a los doctores, me imagino.
Al hombre no se le apreciaba nada especial, se levantaba de la cama, iba y venía sin problemas. Una vez —yo no estaba— fue a la ventana, la abrió y se puso a fumar. Mi suegro le llamó la atención y a partir de entonces salía al pasillo buscando algún rincón para echar un pitillo, como decía él. Este detalle —importante— de fumar, decía bastante sobre su forma de ser.
Estaba separado y le oímos hablar por teléfono con su ex, no se cortaba a la hora de exponer sus desacuerdos. Tenía una hija adolescente que vino a visitarle. El trato despegado mostraba que no había una gran conexión afectiva. La aparente superficialidad de la conversación, la desgana por ambas partes, sugería una relación distante. Parecía que la chica había venido a ver a su padre para limpiar su conciencia ante la posibilidad de no volver a verlo nunca más.
La impresión que daba Jesús era la del que siempre anda a su aire, parándose poco a considerar las cosas, actuando por impulsos y equivocándose casi siempre, sin que por ello la experiencia le sirviese para el futuro. Quizá esta forma de ser fuera el fruto de su “condición”, que asumía con naturalidad, con el convencimiento de que no le merecía la pena cuidarse. Bastante tenía para encima no poder fumar un cigarrillo o tomarse unas copas. Esto último es solo una especulación mía.
Cuando a mi suegro le dieron el alta, Jesús seguía allí, esperando. Desconozco si llegaron a hacerle el trasplante, y, en su caso, si el nuevo corazón le convirtió en un hombre distinto. Esto pasó hace veinte años, su recuerdo me ha quedado como ejemplo de una forma de estar en el mundo.
Al hombre no se le apreciaba nada especial, se levantaba de la cama, iba y venía sin problemas. Una vez —yo no estaba— fue a la ventana, la abrió y se puso a fumar. Mi suegro le llamó la atención y a partir de entonces salía al pasillo buscando algún rincón para echar un pitillo, como decía él. Este detalle —importante— de fumar, decía bastante sobre su forma de ser.
Estaba separado y le oímos hablar por teléfono con su ex, no se cortaba a la hora de exponer sus desacuerdos. Tenía una hija adolescente que vino a visitarle. El trato despegado mostraba que no había una gran conexión afectiva. La aparente superficialidad de la conversación, la desgana por ambas partes, sugería una relación distante. Parecía que la chica había venido a ver a su padre para limpiar su conciencia ante la posibilidad de no volver a verlo nunca más.
La impresión que daba Jesús era la del que siempre anda a su aire, parándose poco a considerar las cosas, actuando por impulsos y equivocándose casi siempre, sin que por ello la experiencia le sirviese para el futuro. Quizá esta forma de ser fuera el fruto de su “condición”, que asumía con naturalidad, con el convencimiento de que no le merecía la pena cuidarse. Bastante tenía para encima no poder fumar un cigarrillo o tomarse unas copas. Esto último es solo una especulación mía.
Cuando a mi suegro le dieron el alta, Jesús seguía allí, esperando. Desconozco si llegaron a hacerle el trasplante, y, en su caso, si el nuevo corazón le convirtió en un hombre distinto. Esto pasó hace veinte años, su recuerdo me ha quedado como ejemplo de una forma de estar en el mundo.
domingo, 1 de diciembre de 2024
La torre de Santa Ana
La iglesia de Santa Ana no tiene nada de especial. En la información turística la despachan en dos líneas y el único gancho que ofrecen es la oportunidad de subir a la torre y divisar desde allí el casco antiguo y, al otro lado, la torre de Santa María, esta sí airosa basílica. Santa Ana es una mole inhóspita de formas cuadradas cuyo arquitecto tuvo entre ceja y ceja el propósito de que su obra perdurase; fea pero fiable, firmemente arraigada.
A su pesar, la plaza empedrada que preside es bonita. A un lado está el río, con la represa que provoca el murmullo sempiterno del agua, y el puente con el arco que fue puerta de la villa. En frente dos hermosas casas palacio dignas de Florencia. En una de las fachadas dos relojes de sol. Junto al arco hay una cafetería con su terraza en la que paro a veces.
De vez en cuando repican las campanas. No las de campanario sino unas más pequeñas colocadas en una precaria estructura de hierro sobre el hombro derecho de la iglesia. Contemplando el edificio me he reafirmado en mi impresión de pesadez pétrea en los muros y en los contrafuertes macizos, lo opuesto a la ligereza de una catedral gótica.
Me ha llamado la atención otro detalle en lo alto de la torre. Allí, en la cúspide, hay una cruz de hierro forjado. Lo llamativo es que detrás y elevándose varios metros sobre ella apunta al cielo un pararrayos. Está algo torcido, como si se cerniera sobre la cruz. Qué paradoja, un pararrayos que protege la cruz. Un invento humano que resguarda el signo de la divinidad.
A su pesar, la plaza empedrada que preside es bonita. A un lado está el río, con la represa que provoca el murmullo sempiterno del agua, y el puente con el arco que fue puerta de la villa. En frente dos hermosas casas palacio dignas de Florencia. En una de las fachadas dos relojes de sol. Junto al arco hay una cafetería con su terraza en la que paro a veces.
De vez en cuando repican las campanas. No las de campanario sino unas más pequeñas colocadas en una precaria estructura de hierro sobre el hombro derecho de la iglesia. Contemplando el edificio me he reafirmado en mi impresión de pesadez pétrea en los muros y en los contrafuertes macizos, lo opuesto a la ligereza de una catedral gótica.
Me ha llamado la atención otro detalle en lo alto de la torre. Allí, en la cúspide, hay una cruz de hierro forjado. Lo llamativo es que detrás y elevándose varios metros sobre ella apunta al cielo un pararrayos. Está algo torcido, como si se cerniera sobre la cruz. Qué paradoja, un pararrayos que protege la cruz. Un invento humano que resguarda el signo de la divinidad.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)