Estoy leyendo un libro y me encuentro con que el autor cuenta dos veces la misma anécdota. La anécdota es bien simple, en el restaurante de un barco un chico que no sabe inglés elige a bulto un plato en el menú y resultan ser unas alubias cocidas sin ninguna gracia. El autor debió de quedar marcado por el suceso y años después lo cuenta en dos de las crónicas que escribe en la prensa y que más tarde se publican en forma de libro. He camuflado un poco la historia por respeto al escritor, o escritora (guiño).
En estos casos de repetir la misma anécdota, o la misma cita, o la misma idea, he llegado a la conclusión de que no hay que tenerlo en cuenta. Aunque lo hago; a mi pesar, se lo tengo en cuenta, se lo reprocho mentalmente. La culpa no es toda suya, sino compartida con la editorial, que no ha hecho su trabajo de pulir el libro, de avisarle de las posibles repeticiones, de poner las comas que faltan, de esas cosas.
Mirándome el ombligo, a mí no me han publicado ningún escrito de este blog y ningún editor o editora ha filtrado nada de lo que aquí aparece. Tampoco es que le importe a nadie si me repito o no, solo a mí. Pero si sucede y me percato, me lo reprocho y luego me reafirmo en mi creencia de que no debo tenerlo en cuenta.
Lo he escrito otras veces (bien por mí): estoy aquí para repetirme. A veces lo hago a sabiendas y con una pizca de remordimiento. Otras, muchas, me repito sin ser consciente. No es grave, es lo normal, es necesario. Escribir, o leer, algo una sola vez no es suficiente. Hay que repetirse. O ser un genio; una de dos.
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