Me han echado del bar, no me había pasado nunca. Casi estoy orgulloso, durante un par de segundos me he sentido un rebelde sin causa. Echado..., estoy exagerando; no he hecho nada reprobable, como mucho se me podría acusar de estirar demasiado un café con leche.
Habrá un momento, en el tiempo que el cliente pasa en un bar —alguien tendrá que hacer un estudio—, en el que deje de ser rentable. Dependerá de varios factores, de la afluencia de gente sobre todo. Es algo que pienso de vez en cuando, con leve sentimiento de culpa; voy, pido un café y me apalanco hora y media leyendo el periódico. Igual el dueño se mosquea. Dato a mi favor: el periódico lo traigo yo, no acaparo el del bar.
Pues eso, que hoy me han echado. Con elegancia, eso sí, con aviso previo. El detonante ha sido el festival de música rock que había en un pabellón cercano. O igual no tenía nada que ver. Estaba a mitad de mi lectura cuando se ha acercado la camarera y ha pegado un pósit con la palabra reservado en la esquina de la mesa. Tranquilo, me ha dicho, es para las once.
Faltaba media hora, me podía amoldar; bastaría con no distraerme de la lectura, abstraerme de las voces circundantes. Luego he pensado en una alternativa: mudarme a otra mesa en cuanto hubiera una libre, pero pronto me he dado cuenta de que todas tenían puesto el papelito de reservado. Los viejos roqueros empezaban a menudear, un punki veterano con cresta pedía un pincho de tortilla y a mí me habían dicho, de muy buenas maneras, que me tenía que ir.
Y me he acabado yendo; antes de las once, todo en orden. Pero, de alguna manera, me habían echado. A esto le tenía que sacar partido, lo contaría por ahí. ¿Cómo lo diría? Algo así: ¿Sabes?, me han echado del bar, no me había pasado nunca.
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