domingo, 1 de diciembre de 2024

La torre de Santa Ana

    La iglesia de Santa Ana no tiene nada de especial. En la información turística la despachan en dos líneas y el único gancho que ofrecen es la oportunidad de subir a la torre y divisar desde allí el casco antiguo y, al otro lado, la torre de Santa María, esta sí airosa basílica. Santa Ana es una mole inhóspita de formas cuadradas cuyo arquitecto tuvo entre ceja y ceja el propósito de que su obra perdurase; fea pero fiable, firmemente arraigada.
    A su pesar, la plaza empedrada que preside es bonita. A un lado está el río, con la represa que provoca el murmullo sempiterno del agua, y el puente con el arco que fue puerta de la villa. En frente dos hermosas casas palacio dignas de Florencia. En una de las fachadas dos relojes de sol. Junto al arco hay una cafetería con su terraza en la que paro a veces.
    De vez en cuando repican las campanas. No las de campanario sino unas más pequeñas colocadas en una precaria estructura de hierro sobre el hombro derecho de la iglesia. Contemplando el edificio me he reafirmado en mi impresión de pesadez pétrea en los muros y en los contrafuertes macizos, lo opuesto a la ligereza de una catedral gótica.
    Me ha llamado la atención otro detalle en lo alto de la torre. Allí, en la cúspide, hay una cruz de hierro forjado. Lo llamativo es que detrás y elevándose varios metros sobre ella apunta al cielo un pararrayos. Está algo torcido, como si se cerniera sobre la cruz. Qué paradoja, un pararrayos que protege la cruz. Un invento humano que resguarda el signo de la divinidad.

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