He vuelto a soñar con ella, con mi hija que ya no está, que falta desde hace ya casi ocho años. Los que no están siguen presentes para los que les quisimos, es algo que no tiene ningún misterio. Es una manera de sentirlos cerca, también de ayudarse en el duelo. El duelo no acaba nunca, lo digo con el dramatismo justo, con toda la naturalidad de la vida y de la muerte.
En el sueño, que cuento aquí para guardarlo, tenía unos doce años, un poco niña aún, con el pelo largo recogido en una coleta; pero su mirada, su forma de hablar, eran las de la chica, la mujer joven que fue. Estábamos en una terraza de madera frente a un paisaje natural, campos, árboles. Me hablaba de alguien, decía su nombre, dos sílabas, pero no lo he acabado de entender. Añadía que estaba a gusto allí, no solo por la terraza y las vistas sino en un sentido más amplio.
Entonces nos hemos abrazado. He sentido la calidez de abrazar y ser abrazado por mi hija. He pensado, dentro del mismo sueño, que oír que se sentía bien me había llevado a abrazarla; aunque no sabía en realidad de quien había sido el primer impulso, si mío o suyo. O puede que haya sido simultáneo. Eso me gusta, que los dos hayamos sentido a la vez el deseo de darnos un abrazo.
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