miércoles, 27 de febrero de 2008

Vuelo

Me había tocado un asiento en la última fila, sintiendo el agobiante ruido de los motores de cola. Durante el despegue formulé un buen ejemplo de paradoja: Me molesta sobremanera el ruido, pero deseo fervientemente que no se interrumpa. La azafata simpática ya me había dicho que una vez en vuelo podría cambiar de asiento, ya que había varios libres, y me cambié a uno junto a la ventanilla un par de metros por delante del ala derecha. La azafata borde pasó por el pasillo estirada y veloz con la cafetera y me dejo atrás como Messi a su lateral y sin café. Contemplé las nubes. Leí mi libro. Dormité. Trajeron la bandeja con la comida. Dicen que es mala, pero confieso que yo me lo comí todo. Si acaso eché en falta aquella aceituna que hizo que, al suprimirla en el menú, una línea aérea pasara de pérdidas a beneficios. Cuatro filas más adelante una pareja pasó a standby. El hombre se reclinó en la ventana y la mujer en el hombro de él. Arrebujados. El cambio de tono, a más grave, del zumbido de los motores me sobresaltó. El avión se inclinó ostensiblemente hacia la derecha mientras giraba. Maniobra de aproximación al aeropuerto, anunciaron. Pensé que era la situación idónea para que cualquier incidente inesperado hiciera que toda mi vida desfilara velozmente por mi cabeza. No hubo incidente y un solo recuerdo acudió a mi mente: Cuando en la escuela con cinco años, y por motivos olvidados, llamé macaco al maestro.

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