jueves, 9 de octubre de 2008

Bach, seguramente

Siempre que puedo me cuelo en las viejas iglesias a fisgonear. Ahora que están perdiendo clientela me admira ver en los pueblos pequeños como la iglesia sobresale sobre las demás casas que a su lado son un chiste de construcción. Se puso mucho interés y esfuerzo en levantarlas. Se puso mucha fe, aunque suene raro en esta sociedad de descreídos (creer o no creer no me parece ni bien ni mal). Así entré en aquella iglesia también, preguntándome quienes la hicieron. Columnas, paredes, bóvedas de piedra; madera en el suelo cubriendo inquietantes tumbas posiblemente vacías. Sonaba el órgano. Miré hacia el coro, pero no se distinguía a nadie. Aposté por Bach. Me senté a escuchar. La tormenta de notas me empujaba en la quietud de la nave y me sugería como debe ser la sensación de sentirse en paz. Recorrí lentamente las capillas y rincones. Localicé tras una pequeña puerta las escaleras de acceso al coro. Subí cuidadosamente los peldaños de piedra. La música seguía. Arriba una puerta entreabierta me permitió ver al organista de perfil. Era un anciano que tocaba con los ojos cerrados. Me retiré procurando no hacer ruido. El aire hacía resonar los tubos del órgano a las órdenes de aquel hombre y yo era un intruso en su ceremonia. O era un invitado deseado y bienvenido. Tocaba para él y también tocaba para mí. Pensé en cuantas veces más subiría aquellas escaleras antes de que sus rodillas se lo impidieran. Pensé en que casi nunca sabemos cuando hacemos una cosa por última vez.

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