sábado, 27 de diciembre de 2008

Faccio finta di dormire

Hacerse el dormido. Cuando no son horas de hablar, cuando no tienes ganas, cuando eres niño y has estado leyendo con la linterna (cosa que no he hecho nunca, pero que consigno aquí como lugar común) y alguien entreabre la puerta de tu cuarto cierras los ojos y esperas a que pase el "peligro". Cuando vas por la calle y ves en la otra acera a ese pariente o conocido que hace mucho que no ves y sientes la pereza de saludarle, el compromiso de pararte a charlar (y no tienes nada que decirle) o, peor, el peligro de que te quiera invitar a tomar algo (porque tú tienes claro que no quieres invitarle a nada, así de canalla eres). Entonces haces como que no le has visto y en el momento que estabas desviando la mirada, que te subías el cuello de la cazadora... te ve. Se da cuenta. Te das cuenta de que se da cuenta. Fuerzas una sonrisa (que te sale de conejo) y levantas el brazo en un saludo forzado. Tienes que girar trabajosamente (incluso te parece oir un chirrido) todo tu cuerpo con el que empezabas a darle la espalda y te diriges hacia él (o ella). Miras a los dos lados antes de cruzar la calle; pensando aceleradamente que hacer, que decir, como disimular. Y resulta que, en vez de estar decepcionado por tu intento de huida, se alegra de verte. Te da la mano (o un par de besos) efusivamente y te pregunta cálidamente qué tal estás, por la familia, por los amigos y ni tan siquiera te entretiene más de un par de minutos. Cuando te alejas te preguntas por qué eres así (¿por qué soy así?) y te dices que ya no eres el niño de diez años que cerraba los ojos y respiraba acompasado cuando alguien entreabría la puerta del cuarto.

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