sábado, 12 de abril de 2025

Hazlo

    Preferiría no hacerlo decía Bartleby. De este latiguillo negacionista algunos han sacado toda una mística del no. Se diría que al negarse, si bien de una manera tan educada, a trabajar en su oficio de escribiente, Bartleby estaba haciendo una declaración de principios, denunciando el sistema capitalista o algo así. Pero, tal como lo cuenta Melville, lo que le pasaba a Bartleby es que había entrado en un estado depresivo de apatía creciente que le llevaría a dejarse morir de inanición; más le hubiera valido haberlo hecho.
    Como principio general es mejor hacer que no hacer. Incluso es preferible hacer algo mal a no hacer nada. No digo que sea mejor hacer el mal. Lo bonito es hacer el bien, y después, no tan bonito pero bonito todavía, es hacer las cosas bien. Pero es imposible hacerlo todo bien, por eso es mejor cojear que estarse quieto y es mejor pintar mal que no pintar nada.
    La enseñanza de “Bartleby, el escribiente” es que la inactividad mata. Hay que atreverse, la valentía es mejor que la destreza como cualidad. La destreza es algo que no depende en esencia de tu voluntad, si tienes las manos grandes no es probable que seas un buen relojero. La valentía es una cualidad moral que alimenta tu autoestima.
    Es mejor escribir que no escribir, aunque no lo hagas como los ángeles (suponiendo que los ángeles escriban). La escritura perfecta no existe; hasta a Cervantes le debió de salir algún renglón torcido (metáfora). Si te parece que escribes bien, no te fíes, repasa, revísalo al día siguiente; haz caso a tu oído. Me estoy yendo del tema. Escribe si te la da gana, si no, será una lástima, sin más; pero que quede claro, es mejor escribir mal que no escribir.

miércoles, 9 de abril de 2025

La gran explicación

    Perogrullo debió de ser pariente mío, uno de mis ancestros. Lo digo porque muchas de las ideas que se me ocurren parece que llevan su sello. Que quede claro que no se me ocurren tantas, alguna de vez en cuando, sin más; y nunca, o casi nunca, a partir de mis propias reflexiones. Es escuchando a los demás o leyendo cuando caigo en algo que me parece novedoso, aunque nunca lo es (de este nunca estoy seguro). Así con esto que cuento hoy, la idea de Dios.
    Los filósofos, esos raros, se empeñan en formular preguntas, seguramente porque es más fácil que responderlas. Este puede ser su razonamiento: las respuestas ni las sabemos ni las conoceremos nunca así que concentrémonos en hacer las mejores preguntas, lo único que está a nuestro alcance, al alcance de la criatura humana.
    En cuanto a Dios la pregunta clásica sería ¿existe Dios? Pregunta tonta donde las haya. Ni lo sabemos ni lo podemos saber; hay que cambiar la pregunta. Segundo intento: ¿qué es Dios? Ahí ya me parece que podemos filosofar más a gusto, la idea de Dios, o en plan profano, la idea de un dios.
    Pero hay muchas más (de ahí los kilómetros de tesis doctorales en la materia): ¿por qué Dios?, ¿cómo es?, ¿para qué?, ¿desde cuándo?, etcétera. Dando un par de vueltas al tema (un par, no más) me ha venido esta frase digna de mi probable pariente Perogrullo: La existencia de Dios es la tranquilizadora respuesta a todas nuestras preguntas, la explicación de todos los misterios: en el principio era Dios, Dios creó el mundo, cualquier cosa que no entiendas, tranquilo, ahí está Dios que cuando sea menester te lo explicará y lo entenderás a la primera.

domingo, 6 de abril de 2025

Dos indicadores

    La tercera guerra mundial será por el agua. Es una idea que manejan hace tiempo en la ONU. Lo que parece claro es que, sea por el agua o porque sí, esa tercera guerra mundial será nuclear y de ahí viene el pronóstico de que la cuarta se disputará con palos y piedras. La parte buena es que presupone que tras la tercera habrá supervivientes (o sobrevivientes, como se dice en América) pero dudo que esa cuarta guerra sea mundial, palos y piedras no dan para tanto.
    Confiando en que no estemos aquí para conocer esas guerras y viendo la deriva que va tomando el mundo, que es más o menos como la de la barca arrastrada por la corriente hacia las cataratas del Niágara, he llegado a la conclusión de que hay dos cosas que nos separan del apocalipsis. Esas dos cosas son el agua corriente e internet. Mientras corra el agua por el grifo de la cocina y la red de redes nos sostenga no hay nada que temer. Estar bien hidratados y tener una wifi cerca, todo lo demás es accesorio y circunstancial.
    Una semana, más o menos, es el máximo que podemos vivir sin beber agua. No hay datos fidedignos sobre el tiempo de supervivencia (o sobrevivencia) sin internet. Lo están estudiando en las principales universidades del mundo. Los chinos saben algo pero no quieren decirlo. Que esas dos cosas estén a nuestro alcance son la señal de que estamos a salvo; aparte de lo inevitable de la vida, sobre lo que no incidiremos para que no se de por aludida, la vida.

jueves, 3 de abril de 2025

L'Amitié - Françoise Hardy (1965)

    Dime un tema del que hablar y te diré una canción. Si el tema es la amistad, por ejemplo, la canción puede ser Old Friends de Simon y Garfunkel. El autor ve a dos viejos amigos sentados en un banco y se imagina a sí mismo en su lugar echando la vista atrás.
    Es una de las canciones más tristes que he oído en mi vida; así que, para no quedarnos mustios, voy a decir otra: L’Amitié, La amistad, de Françoise Hardy. Esta es más dulce que triste y las dos me tocan ahí, en el corazón de poeta que tengo al fondo de almario (he dicho almario, no armario). L’Amitié es una canción que va bien con el aire de musa existencialista de Françoise.
    En el mismo disco estaba también su primer éxito, que compuso a los dieciocho años, Tous les garçons et les filles, en la que decía que todos los chicos y chicas de su edad eran felices, menos ella. Es lo que nos pasaba entonces a casi todos los adolescentes, no sé ahora.
    Françoise Hardy murió el año pasado, y hace alguno más también murió France Gall, mi otra francesa favorita de la época. France, rubia y risueña, era un poco la antítesis de Françoise. Hace mucho que la aguja del tocadiscos está inservible, pero sigo escuchando y viendo a las dos en YouTube. Con ambas se da la paradoja de que entonces eran mayores que yo y ahora son muchísimo más jóvenes.

lunes, 31 de marzo de 2025

Eclipse

    Estuve media mañana pendiente del eclipse. Del eclipse parcial, la Luna le iba a dar un bocado al Sol, no mucho pero suficiente para que el viejo truhan se resintiera, la venganza del pequeño. O pequeña, la Luna. Pequeña en español, pequeño en otros idiomas, en el inglés por lo menos, Mr Moon le dicen; y Mr Sun, iguales ante la ley. La Luna y el Sol, nuestros astros preferidos, no sé por qué tienen género, es como decir el Juan y la Mari, sobra el artículo.
    Estuve pendiente y cuando llegó la hora se había nublado y no noté nada especial. Me acuerdo de otro eclipse de hace años; veinte o más, no sé decir cuantos. Aquella vez no estaba pendiente. Salía del coche en el aparcamiento del trabajo, una explanada al aire libre, y, entonces sí, aprecié que el día se había oscurecido. También estaba nublado pero aún así.
    Que no se vea el Sol en un eclipse tiene su parte buena, no te puedes quedar mirando directamente como un bobo. Qué lección de humildad esa de no poder mirar al Sol. Si el Sol tuviera conciencia se sentiría muy importante viendo como en la Tierra nadie se atreve a desafiarle con la mirada.
    Aquella vez, en el aparcamiento, la medio penumbra en pleno día me sobrecogió un poco, Pararon el viento y los pájaros, o igual eso lo añado ahora. Lo que sí recuerdo es el silencio, y que en aquel momento estaba solo en la explanada; coches aparcados, como siempre, y solo yo de pie, algo impresionado, oteando el cielo oscuro en pleno día. Esta vez, en cambio, nada; o casi nada, apenas un sí es no es.

viernes, 28 de marzo de 2025

Emily

    Cerca de 1800 poemas escribió Emily Dickinson y solo me sé una línea suya de memoria, esta: Unto my Books — so good to turn (Qué bien volver a mis libros). Un poco de Emily es mucho. Me vendría bien la máquina del tiempo de H G Wells para ir a visitarla. Pero, aún suponiendo que la consigo, estará desajustada y lo mismo me puede llevar a su bautizo que a su funeral. Mejor lo primero, así podría tenerla en mis brazos y susurrarle alguna dulce nadería.
    Más factible sería verla en un sueño, pero no me vale uno inventado y en los de verdad, hasta ahora, no la he visto. Era una chica seria, Emily, y así aparece en la única foto que se da por auténtica: dieciséis años y el semblante sereno; un vestido sencillo, el pelo recogido.
    Descartado, de momento, el sueño, la segunda opción para ponernos en contacto es escribirle una carta. Emily escribió —y recibió— muchas cartas. Se conservan unas mil y eso que, al morir, quemaron todas las que pudieron. Así que le mandaré una dirigida a su casa en Amherst, Massachusetts.
    Añadiré en la dirección un año, 1862, por si existe un ministerio del tiempo que la tramite. Y si no existe, no importa porque ahora mismo allí, en la casa museo, debe de trabajar una experta en su vida y obra que también se llamará Emily. Una mujer activa y enérgica, a la vez que sensible y delicada. Será esta Emily del siglo XXI la que lea y responda a mi carta.
    Me dirigiré a ella con un Querida Emily y le diré que ya ha comenzado la primavera, que me ha gustado saber que vestía siempre de blanco, que también me gusta como escribe con mayúscula las palabras importantes y como usa los guiones para señalar las pausas. Le preguntaré cuál es, entre los suyos, su poema favorito y también si es cierto, ahora que ya no importa, que su cuñada Susan fue el amor de su vida.

martes, 25 de marzo de 2025

Fila india

    Cuenta Marta Sanz —escritora— que Pilar Adón —otra escritora— no podía decir que su padre había muerto. Me ha pasado algo muy triste, decía, pero era incapaz de aclarar qué. Lo entiendo, hasta me ha pasado algo similar. Hay un refrán que se puede aplicar a esta situación: El más ciego es el que no quiere ver (lo he cambiado un poco porque bastante tiene el ciego para encima ponerle el adjetivo peor). La idea es que mientras algo no se expresa en palabras no ha sucedido del todo. Mientras no diga que mi padre ha muerto alimento la posibilidad de que siga vivo.
    La frase a decir, simple y directa, sería mi padre ha muerto. También se podría decir al revés, ha muerto mi padre. El énfasis irá en lo primero que digamos, sea la persona de mi padre o el hecho de que ha muerto. Poniéndonos en el lugar del oyente, el comienzo mi padre no da muchas pistas; tu padre qué, pensamos, y luego viene el mazazo, ha muerto. Dicho al revés, ha muerto ya te pone en guardia; ha muerto quién, puede ser cualquiera, un famoso, un conocido o alguien cercano.
    El problema es que el lenguaje es sucesivo, las palabras las decimos de una en una y no podemos dar toda la información de golpe. Las palabras van en fila india, como las hormigas (y de ahí, curiosamente, de una fila kilométrica de hormigas, nacen los libros). Por momentos me parece que ese gran invento de la lengua tiene sus inconvenientes, o al menos tiene uno, este de que las palabras vayan de una en una en vez de ir varias a la vez, por paquetes, diríamos.
    En una lengua del futuro las cuatro palabras de mi padre ha muerto aparecerán a la vez en nuestra pantalla cognitiva interior. Esto no lo puedo representar aquí, porque nuestra escritura, como la lengua hablada, también es sucesiva. Para hacernos una idea, nuestro cerebro captaría las cuatro palabras mi, muerto, padre ,ha, en todas sus combinaciones posibles y de modo automático filtraría esa información total para obtener el mensaje enriquecido, con todos sus matices. Se me ocurre.

sábado, 22 de marzo de 2025

Dandelion

    Una cita de Emily Dickinson: No sé de nada en el mundo que tenga tanto poder como las palabras. A veces escribo una y me quedo mirándola hasta que empieza a brillar. Otras veces —esto ya es mío— la palabra brilla a primera vista. Una, inglesa, con la que me ha pasado es dandelion; que es una flor y que, ahora me entero, en realidad se pronuncia algo así como dandilaion. Pero para mí, en la página escrita, ha sido dandelion y de momento la voy a seguir llamando así. No me digas que no suena bien; recuerda el tañido de una campana, dilín-dalán-dan-delión. Pero es una flor, en inglés. Me enamoré de la palabra sin haber visto la flor.
    Aparece en el título de una novela de Ray Bradbury, “Dandelion Wine”, que se tradujo como “El vino del estío”. La traducción literal es “vino de diente de león”, porque esa flor, dandelion, no es otra que el diente de león, la florecilla de color amarillo que brota en cualquier parte sin llamar demasiado la atención. El diente de león lo he conocido toda la vida sin saber su nombre. La bola etérea de pelusa que forman las semillas es el abuelito que nos soplábamos a la cara. También decíamos, y no le veía sentido, que el que cogía la flor luego se meaba en la cama.
    Leí una vez que Shakespeare menciona en su obra más de cincuenta nombres de flores distintas mientras el francés Racine solo escribe “flor”. La hipersensible Emily Dickinson amaba la naturaleza y las flores abundan en sus poemas: rosas, margaritas, tréboles, narcisos y también, averiguo con cierto asombro, dientes de león. Incluso tiene un poema titulado “El pálido tallo del diente de león” en el que cuenta que la flor de esta humilde planta anuncia el final del invierno. Doy por seguro que cuando lo escribió se quedó mirándolo hasta que la palabra dandelion empezó a brillar.

miércoles, 19 de marzo de 2025

Creación y evolución

    La verdad de la creación y el relato de la evolución. Esto es lo que se llama una inversión de términos de libro. Esta frase se pronunció en el Senado hace unas semanas (la he debido de estar rumiando). Puesta la frase del derecho —la verdad de la evolución y el relato de la creación— comulgo con ella por completo. Bueno, casi, al 99.99 por ciento. No por nada, solo porque, como homenaje a Montaigne, hay que dejar siempre un resquicio a la duda.
    No solo comulgo —digo comulgo por mi educación tradicional— sino que además me parece una forma muy atinada de decirlo, esa distinción entre verdad y relato. También es cierto que la palabra verdad me resulta un poco verde, asilvestrada, rasposa. Pero lo de relato, eso está muy bien. Ernst Junger, siendo un creyente convencido, lo expresó de esta otra manera: El mito y la ciencia. En el primero se interpreta el mundo, en la segunda se lo explica (el “lo” me suena raro).
    Comento esto porque el Niño de Elche (que como ya sabréis no es tan niño) me ha sorprendido en una entrevista diciendo que son los científicos los que últimamente insisten en la existencia de Dios. Hay un libro reciente que además de decirlo asegura presentar pruebas concluyentes. Se podría hablar de una conspiración en ese sentido.
    Los fantasmas de las conspiraciones suelen venir precisamente de ese caldo de cultivo donde se mezclan ciencia y religión. La verdad de la creación… lo más seguro es que ni el Papa se sienta a gusto con la verdad literal de la creación según la Biblia. A mí me parece que el objetivo de la ciencia no es demostrar la existencia de Dios, eso quedaría para los teólogos. Sea como sea, mi desinformada impresión es que tal existencia, real o imaginaria, es indemostrable.

domingo, 16 de marzo de 2025

La sombra del virus

    Hace cinco años de nuestra pandemia, aunque yo no me contagié o, si lo hice, no me enteré. Esto último, contagiarme y no enterarme, es lo que me gustaría que hubiese pasado, para qué negarlo. Contagioso, el virus, lo era, y mucho; llegó hasta el último rincón del planeta. Hay constancia de que afectó a nueve de cada cien terrícolas y, de estos, uno de cada cien murió. Redondeando, ocasionó la muerte de uno de cada mil habitantes de la Tierra. Puede que a los que quedamos no nos parezcan tantos, pero fueron muchos, demasiados. Y las cifras reales deben de ser mucho mayores.
    El confinamiento nos tuvo que afectar psicológicamente (todo nos afecta), pero a unos más que a otros. Tengo la impresión de que un nuevo confinamiento sería más duro para todos. Escribo esto pensando en la distancia social, el espacio físico que guardamos cuando nos relacionamos. Es instintivo, si alguien se me acerca demasiado me retiraré un poco o si está más lejos de lo habitual, me acercaré. Entre todos, vistos por un científico, debemos de semejar una especie de ballet, tipo física de fluidos, donde nos movemos como moléculas en búsqueda de un equilibrio interactivo.
    Tengo una pregunta. En la pandemia, cuando salimos de nuevo a la calle, esa distancia física aumentó, por instinto y por recomendación de las autoridades, y se hizo llamativa, al cruzarse con alguien uno se alejaba lo máximo que permitía la acera (lo que antes hubiera parecido antisocial). La pregunta que me hago es cómo ha evolucionado esa distancia desde entonces. Algún sociólogo lo estará estudiado. Algo me dice que se habrá ido reduciendo pero no hasta sus valores originales. El virus nos cambió.

jueves, 13 de marzo de 2025

Anginas

    Llorar es tan humano que, según el tópico, es lo primero que hacemos al nacer. Llorar puede ser tanto una respuesta como un síntoma; una reacción al mundo, a una agresión real o imaginaria, o un desahogo por algo que está ahí dentro, latente. No es lo mismo llorar de día que llorar de noche. Un niño que se pasa el día llorando puede que sea un consentido, un aprendiz de manipulador. En cambio nadie, pudiendo dormir, llora toda la noche si no tiene un buen motivo.
    Se me ocurre esto pensando en la primera vez que pasé por un quirófano. Tenía dos o tres años y no lo que recuerdo, solo lo que me contaron después. Era un niño propenso a las anginas, las infecciones de garganta, y la solución de la época era extirpar las amígdalas. Ahora resulta que no es conveniente porque protegen el organismo.
    Mi madre me contó que después de la operación estuve llorando toda la noche y no paraba de sangrar. La llorera provocó la hemorragia, o a la inversa. Se preocuparon bastante. No me dijo que temieran por mi vida, pero he considerado esa posibilidad. Podía haber muerto y el mundo, por el efecto mariposa, hubiera cambiado por completo; aunque, en mi opinión, un mundo sin mí no hubiera tenido ninguna gracia.
    De aquel momento de crisis he sacado dos conclusiones. Una, reconfortante, la idea de mi madre pasando la noche en vela a mi lado. La otra, inquietante, la sospecha de que ese episodio traumático en la primera infancia haya sido determinante en mi vida, para bien o para mal.

lunes, 10 de marzo de 2025

Agua en el tejado

    Una vez, antes de internet, me llegó una carta desde los Estados Unidos. Fue una sorpresa; alguien allí sabía de mi existencia. El sobre era algo abultado. Lo abrí y era una oferta de trabajo, o casi. Se trataba de una empresa que fabricaba recubrimientos asfálticos y buscaban comerciales que vendieran su producto aquí.
    El bulto en el sobre se debía a una muestra, un rectángulo de unos cinco milímetros de espesor de lo que me pareció una goma dura agradable al tacto. Iría a comisión, claro y ofrecían asesoramiento y creo que incluso la posibilidad de algún cursillo allí, en Arizona o donde fuera.
    Si bien halagado de que, de alguna forma, me hubieran elegido como candidato al puesto, habían cometido un error: soy la antítesis del agente comercial, carezco por completo del entusiasmo y el don de gentes necesarios para presentarse en cualquier sitio y convencer a nadie de que compre algo.
    En la carta mencionaban la excelencia de su producto para impermeabilizar cubiertas de edificios. Eso me hizo pensar en el taller del que era socio mi padre y sobre cuyo techo había una lámina de agua. Esto del agua en el tejado puede parecer un despropósito. Para las humedades no es bueno pero debe de tener otras ventajas; como aislante térmico, por ejemplo, o como reserva de agua.
    Subí una vez para verlo con mi hermano, que trabajaba allí. La profundidad era escasa —lógico si pensamos en el peso a soportar por el edificio— y el agua estaba bastante turbia. Sin embargo, había peces. ¿De dónde habían salido? Unos pececillos que se movían perezosos rondando las plantas que habían crecido precariamente en aquel extraño hábitat.

viernes, 7 de marzo de 2025

Las jóvenes airadas

    Hace unos setenta años de los “angry young men”, los “jóvenes airados”, un grupo de escritores ingleses enfadados con la tradición británica. Todos hombres, ¿dónde estaban las chicas? Por suerte los tiempos siguen cambiando, aunque sea poco a poco.
    Hay un libro de Rebecca Solnit con un título que me gusta. Un título irónico y clarificador: Los hombres me explican cosas. Creo que soy feminista y si no puedo o no me dejan serlo o no está claro qué es ser feminista, diré que estoy a favor de las mujeres. Porque todos somos humanos —eso también— pero sobre todo, sospecho, porque he tenido dos hijas.
    Conozco ese tipo de ente masculino intoxicado de testosterona que se comporta como un primate que teme no llegar a reproducirse. Los veo como un peligro por, entre otras cosas, como apuntaba Odile, su dudosa capacidad para amar. Digo “ente masculino” porque “hombre” es otra cosa. Si Dios lo hizo a su imagen y semejanza —que no lo sé—, no pudo hacerlo así, metrosexual e idiota. En cuanto a las mujeres, sí que pudo hacerlas así, resueltas y feroces; pero también, es importante, afables y compasivas. Por todo esto mis simpatías están con el club de las escritoras airadas que se reúne aquí (en el taller de escritura) los miércoles.
    Ahora, un par de observaciones. Si hay una epidemia de varones impresentables también es en parte por la existencia de su tipo femenino equivalente. A unos y a otras los podemos ver en redes sociales y en concursos televisivos. Una característica común es que nunca los verás leyendo un libro. Por otro lado, no debemos olvidar que del mismo modo que no hay comportamientos perfectos, tampoco existen los comportamientos perfectamente imperfectos. Hasta el peor criminal tiene sus rasgos entrañables y si leer es bueno, no leer no tiene nada de malo.

martes, 4 de marzo de 2025

Regalos

    Un descubrimiento: Tiene más mérito saber recibir un regalo que darlo. Se lo he leído a A S Byatt, dama inglesa nacida Antonia Susan (comprendo su opción por las iniciales). En uno de sus cuentos dice: (Ella) también cree firmemente que hay más auténtica bondad y cortesía en aceptar regalos de forma agradecida y entusiasta que en hacerlos.
    Tiene sentido. Sabía que hacer regalos es más satisfactorio que recibirlos. Haces un regalo y piensas, ah, qué bien que puedo demostrar mi aprecio por esa persona (o en el subconsciente: soy mejor que tú, este regalo que te hago lo demuestra). Sí, hacer felices a los demás, eso está bien. Ernst Junger al respecto: si prescindo de mis bienes en favor de otro, los pierdo solo en apariencia: la pérdida exterior se convierte en ganancia interior. El que da se queda a gusto, más que el que toma.
    El receptor, por su parte, también fluctúa en sus sensaciones. Agradece el regalo, piensa: me aprecia de verdad, se ha tomado la molestia y se ha gastado un dinero. Pero a menudo también pasa que el regalo no le parece gran cosa, o no le gusta en absoluto, lo acepta con una media sonrisa y comenta un desganado no tenías que haberte molestado. O están los peores casos en los que alguien en vez de alegrarse y agradecer se resiente, maldito perdonavidas, ahora creerá que le debo una, que es mejor que yo. Por eso el mérito mayor es el del que sabe recibir un regalo y agradecerlo de corazón.

sábado, 1 de marzo de 2025

La papelera

    La papelera, un estudio crítico. En referencia a la papelera hay tres aspectos a considerar: el objeto, el concepto y la función. Como objeto su misma ubicuidad —está por todas partes— la hace de difícil descripción. Como estereotipo es un cono truncado invertido hueco de material sintético. Como miembro de una especie es la prima sofisticada del cubo de la basura. A partir de ahí las posibilidades de diseño son cuasinfinitas. La más elegante puede que sea la papelera de rejilla.
    El concepto papelera nace como un efecto colateral indeseado de la invención del papel en China hace dos mil años. La papelera viene a paliar una imperfección que no radica en el papel en sí, sino en el uso que hacemos de él. Por otra parte el concepto ha transcendido al objeto, he ahí la papelera en la pantalla del ordenador.
    La función original de la papelera es la de contribuir a la eterna lucha de la humanidad contra la entropía. La entropía, en termodinámica, es el grado de desorden de un sistema. Extrapolando a la vida cotidiana, hacer uso de la papelera ayuda a reducir ese desorden; aunque a la larga, como es natural, el desorden prevalezca. Con el uso, la papelera ha devenido en multifuncional y tiene como valor añadido, entre otras posibles, una importante dimensión lúdica. Sucede cuando se utiliza para encestar bolas de papel arrugado.
    He dejado para el final su función en Literatura. Se describe en una frase que según Robert Graves decía el rector de su universidad. Según otros quien la dijo fue Isaac Bashevis Singer (es probable que lo dijera en yiddish). La han repetido muchísimos más, una lista que termina de momento aquí, en mí. Aviso que hay, debido al género, un matiz distorsionador en la traducción que no estaba en la frase en inglés. Esta es la cita: La papelera es el mejor amigo del escritor. Aunque debo decir que otros asignan ese protagonismo al rotulador de tachar.

miércoles, 26 de febrero de 2025

Fluye la vida

    Todo en la vida es variable, voluble, volátil; cíclico también, como las obras en una carretera, que para cuando acaban en una punta tienen que empezar de nuevo por la otra. “Llegas” al mundo (a la vida) y te vas adaptando y nunca acabas de adaptarte. Hablo de ti queriendo hablar de mí; y acierto, porque no es que seamos iguales pero tampoco somos tan diferentes.
    Las circunstancias cambian todo el rato y tú también cambias con ellas o contra ellas. Si llega un momento en el que, por lo que sea, por la educación, la experiencia, piensas, bueno, ya está, lo comprendo, más o menos, esto es la vida. Si llegas a ese punto que dices, he encontrado un equilibrio; si no perfecto —que es imposible— sí plausible, aceptable; aquí me puedo aposentar, como quien dice. Pues no, te equivocarás; el cambio no cesa, ni en el mundo exterior ni en tu mundo interior, no hay paz y equilibrio que dure, hay que seguir bregando.
    Por la edad, para empezar, porque los años de vida lo condicionan todo; es así, sin más, lo mires como lo mires nunca serás más joven que ahora mismo. Serás menos joven o más viejo, como quieras verlo. Y hay que adaptarse, día a día, mientras vivas. ¿Cuál es el objetivo entonces? Ninguno; no desanimarse, saber que todo ahí, fuera, seguirá cambiando y todo aquí, dentro, también y tú, en tu canoa, con tu remito (remo pequeño), seguirás sorteando remolinos en el río de la vida mientras buenamente puedas. Amén.

domingo, 23 de febrero de 2025

Junger

    Le tenía un poco de miedo a Ernst Jünger como muy serio escritor alemán que fue. Escritor además de filósofo y experto en ciencias naturales. He leído Radiaciones, sus diarios durante la Segunda Guerra Mundial. Aquel miedo se ha confirmado, en parte: no entiendo casi nada cuando se pone a filosofar; y se ha convertido en respeto y admiración por su sensibilidad ante la naturaleza y la condición humana.
    En los diarios, además de un relato de primera mano del curso de la guerra, desfila un nutrido grupo de personajes, da cuenta de sus profusas lecturas y desgrana una mezcla de observaciones cotidianas, apuntes filosóficos y anotaciones científicas.
    También he encontrado algunas reflexiones que expresan —antes de que yo naciera— ideas que he intuido y que, como se ve, no era yo el primero al que se le ocurrían. Traigo aquí dos ejemplos.
    En Suresnes el 14 de octubre de 1942 escribe: Somos combinaciones fugaces de lo Absoluto… y poco más adelante: en cuanto a individuos somos imperfectos y ni nos es adecuada ni nos resulta soportable la eternidad. En lenguaje cotidiano: vivir para siempre, qué absurdo.
    Ya en la posguerra, durante la ocupación de Alemania, en su casa de Kirchhorst el 7 de abril de 1948: La eternidad no es una magnitud, sino una cualidad. No son, por tanto, los milenios ni los millones de años lo que más se acerca a la eternidad, sino el instante. Hacia él se lanzan las criaturas, para arder en él, como bandadas de efímeras en la luz de la vela. Sí, eso es, el instante eterno.

jueves, 20 de febrero de 2025

Esto también pasará

    Leo en el periódico un artículo de Alberto L.. Este Alberto es una vieja gloria de la política. No lo conozco personalmente pero uno de sus hermanos estuvo conmigo en el colegio.
    Tengo un recuerdo de ese hermano. Fue durante una función de fin de curso. Era una obra musical, tipo Sonrisas y Lágrimas. Los L., todo un clan, estaban implicados en la representación. En el descanso, en medio de aquel ambiente alegre y luminoso, donde veo que, a unos metros, mi compañero de curso estaba llorando. Era un llanto pacífico, sin hipidos. Tomé nota mental. No era frecuente que un chico de trece o catorce años, emocionado no sé por qué, llorase en público, que se mostrara sensible. Aquello estaba bien.
    Desafortunadamente, años después esa misma persona, sensible y todo, se metió en ETA. Leído en una camiseta: Una equivocación que se repite es una decisión. Luego, por lo que sé, tras una buena temporada en la cárcel encarriló su vida. Hace unos años, por cierto, un hijo suyo jugó en el Athletic.
    Volviendo a Alberto, es abogado de profesión y uno de los fundadores de un conocido bufete. Es un hombre tirado para delante y como muestra la forma en que conoció a su segunda mujer. Lo leí en una entrevista. Volaba hacia Madrid, para asistir a una reunión, y le tocó sentarse al lado de ella, que viajaba también por trabajo. La táctica que utilizó fue invadir repetidamente con el pie el espacio que correspondía a su vecina de asiento. Aquellos tropiezos y las disculpas oportunas iniciaron una conversación que, shazam, acabó en boda. Por completar el cuadro, una vez le vi en bici, enfundado en su maillot, algo pasado de peso.
    El artículo del periódico se titula También esto pasará y comienza diciendo que ese es el título de un libro de “la extraordinaria escritora Milena Busquets”. Luego aplica la frase al elefante americano que ha entrado en la cacharrería del mundo.
Hay dos cosas en el artículo que me han llamado la atención. La primera, esa valoración de extraordinaria escritora. Lo prudente hubiera sido no calificarla o como mucho hacerlo de buena, o excelente si quieres; un extraordinario hay que reservarlo para las ocasiones y en este caso ni viene a cuento.
    La segunda cosa es que, en la alusión, no vaya más allá del libro de Milena Busquets. Libro y escritora están bien, de acuerdo, pero la frase, también esto pasará, en esencia, no es suya. Es casi un lugar común, se podría decir que es patrimonio de la humanidad. Si queremos ponerle un origen sería en Persia. Es la historia del Sultán que pide a Salomón un lema para su sello que valga tanto para la adversidad como para la prosperidad. Y Salomón le propone ese, que, en efecto, vale para todo y es un buen recordatorio en los malos y en los buenos momentos: esto también pasará.

lunes, 17 de febrero de 2025

Retorno al pasado

    De vez en cuando vuelven a emitir, en la radio o en la televisión, entrevistas a personas que llevan igual veinte años muertas y que destacaron en su día por deportista, escritora, político, actriz, lo que sea. Escucharles me produce una sensación extraña. Son gente que está ya medio olvidada y sin embargo —observo con cierto asombro— compartí con ellos años de vida en la Tierra.
    Eran seres de carne y hueso que conocía, desde la distancia, y en general apreciaba o admiraba. Me eran simpáticos o, si no lo eran del todo, morirse los hizo más amables. Pero ya no cuentan, están a salvo de casi todo, a nadie le interesa meterse con ellos, ni para bien ni para mal.
    Incluso me pasa algo parecido con otros que aún están vivos. Pongamos un actor famoso, ha aparecido en tantas películas, series, obras de teatro, programas de televisión; nos era tan familiar como el tendero de la esquina. De pronto, o poco a poco, desaparece de escena. Se ha retirado o está algo pachucho, no hace más películas, como borrado del mapa. Pasan los años, quince, veinte, y un día lo veo otra vez; le hacen una entrevista porque hace x años de no sé qué o porque reponen una película suya. Alguien a quien ya había olvidado, ni sabía que siguiera en este mundo.
    Lo reconozco, sin duda, antes de que digan su nombre o aparezca escrito debajo; es él, con más arrugas, con mucho menos pelo. Con suerte mantendrá el brillo de los ojos que nos dice que, ahí escondido, sigue siendo el mismo; Verlo animoso pero desmadejado me recuerda que viví aquella época en la que ambos éramos más jóvenes y siento de pronto sobre mis hombros el peso de los años que han pasado.

viernes, 14 de febrero de 2025

El Show de Whoever

    Si hay algo en lo que estamos todos de acuerdo es en que un día moriremos. De acuerdo, estamos; pero saberlo, saber que vamos a morir, no soy tan sabio. Lo supongo, lo asumo, pero saber, lo único que sé es que estamos vivos. Así lo pienso, aquí estoy, vivo, y una voz interior me dice, ¿y si no lo estás?, ¿y si estás soñando? Entonces —me respondo— sería un muerto que sueña que está vivo. En la práctica no veo la diferencia.
    Esto de que todo es un sueño me recuerda una idea que solía acariciar. No sé cómo llamarla, no quiero llamarla fantasía, se trata de una posibilidad muy remota pero que no descarto del todo, porque cualquiera sabe. Digamos que es una teoría. Muchos años después de que se me ocurriera, un tal Andrew Niccol escribió un guion que se basaba en mi idea, aunque él no lo sabía. Me refiero a la película El Show de Truman. Como homenaje mutuo he titulado este texto El Show de Whoever.
    Mi teoría es esta: tú vives tu vida pero todos los que te rodean son actores o robots no humanos. Lo he escrito en segunda persona por falsa modestia. La diferencia con la película es que en aquella el escenario era un plató y todo estaba perfectamente explicado y en mi versión el mundo aparente no existe, el escenario abarca todo el planeta y no hay ninguna explicación lógica. Nueva York, por ejemplo, Nueva York solo existiría para ti, para escenificar las noticias neoyorkinas de los informativos que veas, o para las películas que se han rodado allí. Si un día, por un casual, decides ir en persona a Nueva York, los escenarios por los que te muevas irán cobrando vida a medida que los visites: la estatua de la Libertad, la Quinta Avenida, el puente de Brooklin; incluso el Bronx, si se te ocurre ir a pesar de las recomendaciones. Resumiendo: según esta teoría la vida florece ante ti, en apariencia, y se desinfla a tus espaldas.
    Esta es la idea que acariciaba cuando era infeliz e indocumentado y desde entonces cada vez me ha ido pareciendo menos factible y más tirando a disparatada paranoia egomaníaca. Aún así, de vez en cuando me sigo dando la vuelta de improviso para ver si sorprendo a algún actor en fuera de juego o a miembros del equipo desmontando un escenario, pero tengo que reconocer que hasta ahora no he visto nada raro.

martes, 11 de febrero de 2025

El secreto del tiempo

    Sobre repetirse —o sobre no repetirse en realidad—, esto que dejó escrito Ramón Gaya: Yo no me repito, insisto. Así que insisto sobre el tiempo. Sobre el time, no sobre el weather. El secreto del tiempo puede que sea como el de la carta robada de Edgar Allan Poe o el de las gafas que no encuentras por ningún lado. La carta de Poe estaba encima de la mesa, tan a la vista que nadie la veía; las gafas que no encontrabas las tenías subidas sobre la cabeza.
    El secreto del tiempo va a ser que no hay tal secreto, que el tiempo pasa y eso es todo, que no hay escapatoria. Empero, por el lado de la esperanza, me gusta pensar que el tiempo es algo misterioso —que lo es—, algo que “sucede” en nuestras narices como quien presencia un truco de prestidigitación a plena luz del día sin enterarse de nada.
    El pasado, el presente y el futuro son naranjas (vulgo pelotas) que giran en el aire, no sé si de un modo espontáneo o según un meticuloso plan. El mundo es un caleidoscopio de imágenes que te despistan y te embaucan y donde todo cambia —como en “El Gatopardo”— para que todo siga igual.
    Así, el tiempo pasa y a la vez está suspendido en el aire. La vida se reduce a este ahora que es efímero y eterno, a este instante en que vivimos que siempre es el mismo y siempre es otro y que, puestos en lo mejor, no se va a acabar nunca porque, entre otras cosas, nunca ha comenzado.

sábado, 8 de febrero de 2025

Helados

    Me parece que tengo idealizados los helados. Los asocio con cualquier situación agradable. Y eso que no soy de cosas frías, alimentos quiero decir. Por ejemplo —voy a hacer una revelación, esto es una exclusiva—, la ensaladilla me gusta caliente; la patata, el huevo, la mayonesa, la aceituna. Viva la ensaladilla caliente (¿por qué le dicen rusa?).
    Los helados, no los hay calientes, si se calientan cambian de nombre, pasan a ser otra cosa, natilla, crema, mousse; si le quitas el glamour se queda en simple helado derretido (y pringoso). Mi favorito es el de chocolate. También me gustan de limón, de turrón, de naranja, de dulce de leche. Este lo digo sin probarlo, como una premonición; el dulce de leche, ese postre por el que Borges perdía la cabeza. También quisiera probar uno de higo. En los últimos lugares de la lista, el de vainilla y el de fresa. La fresa me empalaga, la vainilla menos pero también.
    Un peligro del helado es el shock hipotérmico que puede llegar a producir. Un shock a pequeña escala, de un valor inferior a 2, que en condiciones normales no incide en la salud del ingerente (el ingerente es el comedor de helados) pero a veces afecta a la garganta o el estómago y puede acarrear fiebre, vómitos y otras cosas desagradables. Sea como sea, mejor no abusar de los helados; reservarlos para las grandes ocasiones, idealizarlos. En la imaginación los helados nunca decepcionan.

miércoles, 5 de febrero de 2025

Llueve sobre mojado

    La propaganda es poder y los incautos nos lo creemos todo. Eso ha pasado con los Estados Unidos. Nos lo vendieron como el paraíso en la Tierra y su historia, como la de cualquier otro país —y sin negar sus momentos buenos—, está llena de calamidades.
    Lo de ahora mismo da miedo pero en realidad no es nada nuevo. Hay, en esa historia americana, un sentimiento que hace de hilo conductor. Es el contrapeso a todas las buenas intenciones de la democracia USA, que las ha habido —y que se conservan en un segundo plano—. Ese sentimiento, tan humano, es el odio.
    Un síntoma de este desastre secular es la acusación, que se oye por todas partes, de que alguien, tal partido político, tal país, está del lado del Mal (es que lo dicen con mayúscula). Y claro, cómo no odiar a ese alguien, a esa gente, a ese país (comentario irónico).
    En 1983 Rosa Montero escribió un artículo retrospectivo sobre el asesinato de John F. Kennedy (hacía veinte años) y cuenta que en Dallas una mayoría repudiaba a Kennedy. Escribe Montero: Dallas resultaba amedrentadora, feroz, ultramontana. La ciudad del odio, la llamaban en la prensa nordista. El día del atentado el Dallas News, un periódico muy derechista, sacaba un anuncio a toda página en el que se acusaba a Kennedy de haberse vendido a los comunistas y de perseguir a los buenos americanos. Sesenta años después seguimos escuchando las mismas acusaciones (bien rebozadas en odio).
    Mucho antes, el American Party (1844-1860) quiso, como ahora, limitar la inmigración. Curiosamente, se llamaban a sí mismos “nativos” americanos; ellos, los blancos protestantes (en oposición a los inmigrantes católicos), no los Sioux y demás tribus que fueron concienzudamente diezmadas y marginadas. Dicho en tres palabras: llueve sobre mojado.

domingo, 2 de febrero de 2025

El reloj de bolsillo

    Es curioso que las tradiciónes, que consisten en repetir lo mismo, nacen cuando alguien hace algo distinto. A veces J. consultaba su reloj de bolsillo. Llamaba la atención, quién lleva hoy un reloj así. Era de mi abuelo decía a modo de sucinta explicación, dando a entender que no iba a dar más detalles.
    Con el tiempo supe alguna cosa más de aquel reloj. El dueño original no había sido el abuelo, sino el padre de aquel, el bisabuelo, que también se llamaba J. El nombre y apellido figuran en el lado interno de la tapa; junto a un año, 1890. La tradición familiar era que el J. de turno, porque todos se llamaban J., regalaba el reloj a su hijo el día de su boda.
    Todas las tradiciones comienzan siendo una innovación, y pueden acabar convirtiéndose en una carga. ¿Es necesario llamarse igual que el padre? No deja de ser la causa de molestas confusiones. Y a su vez, ¿es obligatorio casarse? Por cierto, el abuelo tenía una hermana que, siendo la mayor, cuando se casó no heredó el reloj. Aquella tía-abuela no tuvo una vida feliz. Pronto se separó y el comentario recurrente era que la pobre tía E. bebía demasiado y había acabado en un asilo, trastornada.
    Así que J., este J. de ahora, sigue portando su reloj de bolsillo, no sabe muy bien por qué: por costumbre, por devoción familiar, por ser original. Sea como sea, no hay un quinto J. y hace tiempo que al nuestro le está pareciendo que hay algo erróneo en esa solemnidad del reloj heredado. Además, ha hecho un cálculo del tiempo que dedica a darle cuerda o llevarlo al relojero y le ha salido que puede llegar a pasar un mes de su vida ocupándose del dichoso reloj.

jueves, 30 de enero de 2025

Se busca un inocente

    Como vivo en otro mundo —que sigue siendo este— en el que la fecha cada vez importa menos comento esto ahora: las inocentadas no pasan por su mejor momento. En esta pequeña parte del planeta, por lo menos. Hace unos años el día de los Inocentes oías —o leías— las noticias esperando la broma de turno, han encontrado un dinosaurio vivo en Siberia, cosas así, blancas e ingenuas.
    Esto ha ido a menos; cada vez hacen menos gracia, cada vez estamos más resabiados. Es que ya lo sabemos todo. Demasiado sabemos, tanto que el noventa por ciento de lo que sabemos no es cierto. Es inexacto, son medias verdades; o sea, las peores mentiras. O es falso, sin más. Es el gran peligro de esta revolución de las comunicaciones, el peligro de utilizar una herramienta sin haber aprendido antes a usarla.
    Hay que aplicar la vieja norma: de lo que no ves, no te creas nada; y de lo que ves, créete solo la mitad. Mi resumen es este: el disparate que antes vociferaba uno en el bar para cuatro congéneres ahora es factible de rebotar de servidor en servidor por todo el planeta. Esto (creo que) ya lo dije (ver “Repetirse” en este mismo blog). El veintiocho de diciembre pasó y no supe de ninguna inocentada. Me preocupó. Una de dos, no las había —y el desengaño y la melancolía se estaban apoderando del mundo— o, lo que es peor, las hubo y no me di ni cuenta.

lunes, 27 de enero de 2025

Extraño en el paraíso

    Las canciones, como nos gustan; esta por ejemplo: Extraño en el paraíso. Es una canción antigua, de un musical, Kismet, que se estrenó en 1953. Luego fue película, no muy buena. La letra, coge mi mano, soy un extraño en el paraíso… es de esa obra, pero la música es anterior, es de Alexander Borodín, compositor ruso del XIX. La melodía es soñadora y melancólica y el título alude a un sentimiento conocido, la extrañeza de vivir, y añade el dato, esperanzador, de encontrarse en el paraíso. Sí, así me siento a veces, un extraño en el paraíso.
    Dijo Martin Amis; la vida es una obra cómica hasta la inevitable tragedia del quinto acto. De acuerdo, en parte; la única tragedia de la vida es la muerte pero, por desgracia, suele aparecer, aquí y allá, desde el principio de la representación. Todo lo demás no tiene importancia, estoy simplificando, o sea exagerando.
    La vida no es una función. No sabemos lo que es, digamos que es una performance sin ensayo previo. Tomamos parte en ella como testigos y como actores. Soy un testigo atónito, que no acaba de creerse lo que está viendo, que siente esa extrañeza de vivir. Apuesto a que se ha escrito mucho sobre ella. Se lo pregunto a Google y salen 756.000 resultados. La extrañeza de vivir, lo extraño que es vivir, la profunda extrañeza de vivir, y en séptima posición Lo raro es vivir, la novela de Carmen Martín Gaite (en el centenario de su nacimiento). La tengo que leer.
    Paralela a esa sensación de testigo mudo y privilegiado está la otra, la de ser el actor que interpreta un personaje que resulta que eres tú. También esto es extraño, no sé quién es ese personaje, no sé quien soy, un impostor, probablemente. Empezando por el nombre que no he elegido, que a ratos me es ajeno, que no dice nada de mí, que solo es una convención. Pero el show debe continuar o más bien el show continúa ineludiblemente y me digo, pon algo de tu parte, mejor aparecer amable que mezquino; y también, fíjate en todo, puede que seas un extraño pero, al fin y al cabo, estás en el paraíso; así que fíjate, que no se te escape la belleza, aunque duela.

viernes, 24 de enero de 2025

Derecho de admisión

    Hay un letrero que ponen a veces en bares, salas de juego o sitios parecidos. Es un clásico que se aferra a una fórmula, por raro que suene, ya establecida, como fosilizada: Reservado el derecho de admisión. Si no tuviéramos asumido el significado puede que ni lo entendiéramos.
    Si un bar es un establecimiento público, ¿tiene el dueño el derecho de vetar el acceso a alguien? A uno que arme jaleo, que le deba dinero, que esté en una lista de ludópatas, que le caiga mal, que no alcance un standard de belleza (en una discoteca), que sea de una etnia o de una religión determinada… Esto empieza a oler francamente mal. No veo claro ese derecho a no admitir.
    Es que hace poco presencié un caso práctico. En el bar Momo, un local de toda la vida; en su tiempo era conocido por sus alitas de pollo. Ahora lo lleva un boliviano muy trabajador, Julio. Entró uno y antes de que abriera la boca Julio le dijo, a la vez que negaba con la cabeza, no, no; no te voy a servir, lo siento; vete, por favor. El otro puso cara de asombro e intentó decir algo, pero..., yo… Julio no le dejó continuar, no, no, mejor no hablar; ahí al lado tienes otro sitio, puedes ir allí, le dijo, tenso, mientras seguía trajinando con tazas y vasos.
    El hombre, compungido, indeciso, daba un paso hacia la puerta y se volvía a mirar a Julio. Pasaron así unos largos segundos hasta que finalmente claudicó y se fue. Julio dijo entonces en voz alta sin dirigirse a nadie en particular: No, ya sé lo que pasa, no sabe callarse, el otro día..., y no. Deduje que esa otra vez se había puesto pesado, molestado a otros clientes, algo así. Una persona que, según todos los indicios, era, y me sentí culpable por pensarlo, un pobre diablo.

martes, 21 de enero de 2025

Nuestra eternidad

    La humanidad, en su huida hacia adelante, ha establecido que lo mejor es estar vivo y lo segundo mejor es estar muerto. Pasar del primer estatus, vivo, al segundo, muerto, es confirmar una continuidad según la cual morirse es una progresión en el camino hacia la eternidad. Pero este razonamiento es una falsa ilusión que nos hacemos: la verdad es que nadie está muerto, no en este mundo (desconozco si hay otro). 
    Decir que alguien ha muerto es correcto; y —en lo sucesivo— decir que ese alguien murió, también. Mi padre murió hace seis años; sí, así fue. Mi padre está muerto; no, incorrecto. La razón es muy simple (como yo, que también soy muy simple): morir es dejar de existir, morir es dejar de estar. Estás vivo o no estás, esa es la alternativa; estar muerto no es una opción.
    La vida se extiende en el tiempo durante el periodo que sea. Según la perspectiva que adoptemos se puede pensar que vivimos durante un lapso considerable o muy breve. La muerte, por su parte, es un suceso puntual, el paso de estar vivo a no estarlo. La muerte es un instante, no un estado; es la transición entre el ser y el no ser, y una vez que no eres ya no estás vivo y tampoco estás muerto, porque lo que no es, lo que no existe, es absurdo pensar que está. No está, eso es todo.
    Lo que queda son unos restos que por deferencia a la especie, en general, y a la familia más cercana, en particular, decimos que son restos humanos. Y esos restos se van difuminando hasta que se confunden en la sustancia de la que está hecho el universo. Ese es el futuro que nos espera, la vuelta al seno de la materia madre, el retorno al mismo lugar del que salimos. Esa es la eternidad a la que pertenecemos.

sábado, 18 de enero de 2025

Escritura obsesiva

    Escritura obsesiva. Es un nombre que propongo para una forma de escribir. Es una forma bastante frecuente; de lo que se trata es de coger una idea, una palabra, una frase, un lo que sea y no soltarlo; como el perro que se ha hecho con un hueso y lo muerde, lo roe, lo sorbe y luego lo entierra para seguir otro día.
    Le veo una lógica a este modo de narrar. Lo opuesto sería decir las cosas una sola vez, ahorrar palabras, ser escueto; se han escrito obras maestras así, de acuerdo, pero tienen un inconveniente: lo que se dice una sola vez casi siempre pasa desapercibido o, lo que es peor, no se entiende o se entiende al revés. El que lo escribe lo entiende de maravilla pero el lector a menudo no.
    La escritura obsesiva elimina este problema. La idea en cuestión se repite, se contempla desde otros ángulos, se trabajan sinónimos y metáforas, se deletrea, se le da la vuelta, se redacta una versión de lectura fácil y otra adaptada al público infantil; el escritor obsesivo no tiene límites. A propósito, una sugerencia: este tipo de escritura es un potente antídoto contra el síndrome de la página en blanco. Si no se hace bien, sin embargo, puede derivar en lo que llamaríamos escritura diarreica, un auténtico asco.
    Un escritor practicante de la escritura obsesiva fue Thomas Bernhard, el austríaco. En sus novelas vuelve una y otra vez sobre lo mismo: una frase, un suceso, un lugar, una costumbre. Hay un ejemplo en su novela Extinción que se me ha quedado porque me hizo gracia. Es la forma en que se refiere el narrador a su cuñado. Dice la primera vez que aparece: mi hermana Caecilia se casó con un fabricante de tapones para botellas de vino. Desde ese momento cada vez que lo nombra lo hace como el fabricante de tapones para botellas de vino. Las he contado —aprovechando las opciones que da el procesador de textos— y son 93 veces. 93 veces a lo largo del libro que escribe con todas las letras: el fabricante de tapones para botellas de vino. Escritura obsesiva, propongo; o, como segunda opción, escritura circular.

miércoles, 15 de enero de 2025

Mi mejor nota

    Pequeñas historias que pasaron. Rodrigo era unos dos años mayor que yo. Fuímos al mismo colegio, pero al estar en cursos distintos no lo conocí hasta que coincidimos en el Colegio Mayor cuando se reincorporó a sus estudios de Ingeniería, que eran también los míos. La razón de este desfase fue que durante su primer año en la Universidad había enfermado de algún virus que lo dejó discapacitado.
    Se movía ayudado de una muleta y luego tuvo un dos caballos adaptado. Era más bien reservado, hizo una gran amistad con un chico aragonés bajito y nervioso que estudiaba Periodismo y que menciono aquí por la circunstancia, que me parece sorprendente y que también da pistas sobre aquella amistad con Rodrigo—, de que pocos años después se metió cura/se ordenó sacerdote y más adelante dio un paso más y se hizo monje de clausura. Y ahí sigue, creo.
    Mi relación con Rodrigo no llegó a ser cercana, estudiábamos lo mismo y éramos del mismo sitio, no había más; aunque me daba perfecta cuenta del mérito que tenía al seguir, a pesar de todo, con sus estudios de Ingeniería. El caso es que aquel curso o el siguiente, ya no me acuerdo bien, Rodrigo me pidió que me presentara por él al examen de inglés que teníamos en tercero de carrera. Presentarse por otro debía de tener alguna sanción, no sé cual; la expulsión definitiva sería demasiado, además se trataba del examen de inglés, en aquella época poco más que un trámite burocrático. Aún así, luego me he preguntado cómo pude ser tan inconsciente y acceder a su petición, su discapacidad influiría. Por otra parte, no dejaba de ser una aventura.
    Llegado el día me presenté con su carnet, que nadie me pidió, e hice el examen sin novedad. Cuando salieron los resultados en el tablón de anuncios la nota que aparecía junto a su nombre era un diez. Tiene su gracia que el año siguiente, en mi propio examen de inglés, sacara peor nota, creo que un nueve, y que en todo mi expediente académico no alcanzara nunca, ni de lejos, el diez que obtuve amparado en una falsa identidad.

domingo, 12 de enero de 2025

Niña leyendo un libro

    La esperanza no se extinguirá en la Tierra mientras haya un niño leyendo un libro. Esto ha sido una adaptación para subiros la moral. El dicho original también está bien, aunque resulta más restringido. Pertenece a la tradición judía y dice así: El mundo se mantiene solo por el aliento de los niños que estudian la Torá.
    La Torá, como el Corán o la Biblia, también es literatura. Leer, y escribir, no se va a dejar de hacer, tranquilos por esa parte. La literatura nació con las primeras palabras. Cada idioma es una forma de entender el mundo y la literatura es su narración. Frase: La literatura es la narración del mundo.
    Todo evoluciona, las lenguas y la literatura también. La novela ha sido dada por muerta muchas veces, y ahí sigue, hecha un camaleón. ¿Los jóvenes leen menos? No sé, ¿cuándo han leído mucho los jóvenes? Nunca, ni lo harán. Pero siempre habrá lectores.
    En cada nueva generación habrá un número de alumnos, pequeño por supuesto, que se enganchará a la literatura. Por poner un ejemplo real, siempre habrá alguien, entre los hispanohablantes, que caerá bajo el influjo de Antonio Machado: al olmo viejo, hendido por el rayo y en su mitad podrido…
    Si te ha pasado, no esperes nada a cambio, esto es importante. El premio, el privilegio, es el hecho mismo de leer (y escribir). Así ha sido siempre. Tampoco tiene un mérito especial, no hay por qué creerse los guardianes de las esencias; hay cosas más importantes en la vida. Reconozcamos, con sencillez —parafraseando a los Rolling Stones—, que solo es literatura, pero nos gusta.

jueves, 9 de enero de 2025

La luz mediterránea

    La luz mediterránea. No es una leyenda, existe. Acostumbrado a la luz cantábrica, que por su irrelevancia no es conocida en especial con ese nombre, luz cantábrica, a quién se le ocurre. Acostumbrado, digo, a los tonos grises del Cantábrico, el bravo Cantábrico, eso se le supone, aunque no sé si como mar es algo a ensalzar o a lamentar, la galerna de aquel u otro año. Acostumbrado o no tanto, porque vivo a treinta y cinco kilómetros de la costa tire por donde tire, norte, oeste. Acostumbrado más al gris, digo y redigo, la luz mediterránea es siempre un descubrimiento.
    Me pregunto qué será vivir envuelto en esa luz trescientos sesenta y cinco días al año, eso tiene que marcar. Cádiz, por cierto, si somos rigurosos, está en el Atlántico, aunque sea a la vuelta del Mare Eorum (su mar, de ellos), pero bueno. La luz del Mediterráneo, tan lejos y tan cerca, influye en la forma de ser de la gente por el lado de la alegría de la vida.
    Una vez estábamos en un pueblo mediterráneo, no en la costa pero cerca, a unos diez kilómetros. En aquel pueblo, era Benisa, debían de ser fiestas y celebraban (de celebrar, de alegrarse) una concentración de bandas de música. Andábamos sin prisa entre la gente, inmersos en aquel aire y aquella luz. Se escuchaba la música de una banda que pasaba bullanguera y se alejaba saliendo de la plaza. Mientras sus sonidos se iban apagando, por el otro lado llegaban los acordes de otra banda que estaba a punto de aparecer.
    Ese ir y venir de la música en la brisa de la tarde y en la luz inconfundible nos cautivó y nos pareció un engaño de los sentidos. Y qué íbamos a hacer más que comprarnos un helado y sentarnos en un banco para disfrutar de su sabor, del olor de los jardines, de la caricia del aire, de los sones de las bandas y de la luz, de la luz mediterránea.

lunes, 6 de enero de 2025

Reír por no llorar *

    Puede que el siglo XXI esté maduro para una buena guerra. A veces bueno significa también malo. Desde el punto de vista de la ética, por supuesto, una guerra siempre es mala. Desde el punto de vista de la guerra, sin embargo, que no la haya es un fracaso. De haberla, cuando más grande mejor será, como guerra. Una guerra se puede calificar de buena, entre comillas, a partir del millón de muertos.
    El siglo pasado estuvo a la altura en ese sentido, entre sus muchas guerras dos alcanzaron la calificación de mundiales. Una especie de cum laude en lo suyo. En siglos anteriores nunca faltaron, con mayor o menor fortuna (o infortunio). En este siglo no ha cambiado la tendencia, sigue habiéndolas. Lo raro, lo verdaderamente sorprendente, sería que no las hubiera.
    Desearlo está bien; todos, o casi todos, lo deseamos; un mundo sin guerras, solo con fútbol, con sana competencia deportiva. Sabemos que no va a pasar; o sea, que sí va a pasar; que, además de las que están en curso, más pronto que tarde habrá nuevas guerras.
    Que en ese país, que sigue siendo grande pero no tanto, hayan elegido presidente a un patán no ayuda, desde luego; aunque tampoco creo que influya tanto, se es un inútil tanto para lo bueno como para lo malo. Ampliando la perspectiva, así lo veo: el mundo es una bola que gira en el espacio y que, sea quien sea la persona que esté al mando, va a ser muy difícil conseguir que se desvíe de su trayectoria.

    * Mi texto antibélico de este año

viernes, 3 de enero de 2025

Robando vacas

    Hace un viento que rapa tierra. Es una frase que solía decir mi padre. Me gusta como suena, ese rapa tierra. No sé de donde la sacó. La busco en google y no aparece por ningún lado, no todo está en la red y me alegro. Me he acordado de ella por lo que le he oído decir hoy a un parroquiano: Hace más frío que robando vacas.
    Todo va junto; el dicho —que no había oído nunca— y la denominación de parroquiano que me ha venido por asociación de ideas, ambos tienen el mismo aire antiguo. La expresión tiene un punto de incorrección gramatical, bien dicho sería algo así: No había pasado tanto frío ni robando vacas (en invierno, esto sería opcional). Pero se acorta el mensaje para ganar en pegada lo que se pierde en exactitud.
    El “parroquiano” es un hombre mayor, risueño, que ha hablado con cierto acento rural, alargando la última a de vacas. La imagen que me sugiere es la de una aldea envuelta en la niebla y el ladrón aterido acechando al ganado que pasta bajo la lluvia.
    El que hizo la comparación por primera vez tuvo que ser él mismo ladrón de vacas, cómo saber de otro modo el frío que se puede pasar. O no, porque se habría delatado, habría confirmado lo que ya debían de saber, o sospechar, todos los vecinos, incluida la Guardia Civil.
    No, el propio ladrón no diría nada, tampoco los sufridos dueños del ganado, maldita la gracia; pero sí alguno de esos vecinos. Hace más frío que robando vacas, ¿eh?, ¿Manuel?, y Manuel contestaría: y a mí que me cuentas, listo, que eres un listo.